LOS primeros chinos que conocí y traté eran una docena de hispanistas, profesores en diversas universidades de la China posmaoísta y alumnos míos en un curso de Literatura Española que impartí, hace veinticinco años, en el Colegio de México. Todos, ellos y ellas, me aventajaban en edad. La que ejercía como cabeza y responsable del grupo, una dama más allá de los cincuenta, había sufrido las purgas contra los intelectuales durante la Revolución Cultural. Pasó por varios campos de reeducación, trabajando en arrozales y canteras bajo la vigilancia de fanáticos guardias rojos que apaleaban brutalmente a los allí internados. Vio morir a muchos colegas, torturados por sus antiguos estudiantes. A ella y a otros sobrevivientes les compensaron, tras la caída de la Banda de los Cuatro, enviándolos a reciclarse en universidades extranjeras.
No habían perdido todavía los hábitos de la época anterior. Vestían aquella indumentaria unisex que aquí llamábamos trajes Mao. Apenas se relacionaban con los otros alumnos del posgrado y las consultas acerca de las dudas que les suscitaban mis lecciones me las hacían llegar, después de clase, a través de su responsable y portavoz. Nunca intervenían mientras yo explicaba, al contrario que sus otros compañeros, latinoamericanos en su mayoría, que me interrumpían de continuo para pedir aclaraciones o, más frecuentemente, para comunicar al mundo alguna sublime teoría que se les había ocurrido sobre el asunto tratado. Eran ingeniosos, divertidos y, por lo general, cultísimos. Sabían muy bien de qué hablaban.
Las consultas de los chinos me producían, por el contrario, cierta desazón. No entendían conceptos tan elementales como Dios o soberanía (era un curso sobre la literatura del Siglo de Oro). Al principio, supuse que se habían especializado en otras épocas y países, quizás en literatura hispanoamericana contemporánea. Nada de eso. Como no tardaría en comprobar, hablaban un español más o menos inteligible, pero no tenían la menor noción de literatura, historia ni de cultura hispánica. Ni de cultura clásica. El maoísmo los había aislado de cualquier influencia occidental que no fuera la de un esquemático e incoloro marxismo-leninismo.
Hoy, los alumnos de mi hijo mayor, profesor en una universidad del norte de China, visten vaqueros, camisetas y zapatillas deportivas, ven películas americanas y siguen las vicisitudes de la Liga española de fútbol. No les interesa mucho el Siglo de Oro, pero hay que reconocer que tampoco a los estudiantes españoles de su edad les suena Calderón de la Barca. Lo que sí tienen es una idea muy clara de la importancia de su propia civilización, de la riqueza de su cultura y de su pasado gracias, en parte, a las impresionantes producciones cinematográficas de tema histórico de estos últimos años. No sé qué se habrán imaginado al oír a nuestro Presidente definir a España como una Vieja Nación (para naciones viejas, pensarán con toda razón, la suya), pero lo peor de todo es que no logro imaginarme qué quiere decir Rodríguez con semejante expresión, tras dos legislaturas de lavado de cerebro a la población para convencernos de que nada hay tan discutible como que España sea una nación, vieja, nueva o de segunda mano.