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La herencia de una España en derribo

Negociación fallida con ETA, modelo de Estado en crisis, recesión, conflictividad autonómica, pérdida de peso exterior...

MANUEL MARÍN

Sea quien sea el aspirante que se imponga en un hipotético proceso de elecciones primarias para suceder a José Luis Rodríguez Zapatero como candidato del PSOE, heredará el partido sobre el que han pivotado dos legislaturas —la actual prolongada artificialmente— de un severo desgaste para España como país. La primera decisión de Rodríguez Zapatero al aterrizar en Moncloa en abril de 2004 tras las convulsas jornadas que siguieron al 11-M fue la retirada de las tropas españolas de Irak, lo que granjeó a España no pocas antipatías y enemistades en la comunidad internacional, y una creciente pérdida de presencia e influencia en los foros exteriores de decisión y poder.

Irak y su alianza civilizadora

El alejamiento respecto a Estados Unidos, basado en un progresismo impostado y tendente exclusivamente a marcar distancias siderales respecto a José María Aznar y su «foto de las Azores», se consumaba. Entonces, el Gobierno no había medido aún los riesgos y las consecuencias de que España empezase a asumir un papel secundario en la esfera internacional. Y no tardaría en ponerse de relieve avalando con cierta indolencia los desmanes del «chavismo» en Iberoamérica, reclamando sillas de privilegio en los foros económicos de los países más potentes del mundo, o abanderando con ingenuidad un proyecto —la Alianza de Civilizaciones— tan demagógico como carente de entusiasmo en las cancillerías de prácticamente todo el mundo.

Nación «discutida»

En paralelo, Rodríguez Zapatero daba los primeros pasos para poner en práctica su diseño de una España «plural y compleja» basada, como reconoció sin rubor en el Senado en noviembre de 2004, en un concepto «discutido y discutible» de la nación española. Era el momento de empezar a pagar la hipoteca contraída con el socialismo catalán desde el mismo instante en que Rodríguez Zapatero negoció el apoyo de Pasqual Maragall y de la poderosa maquinaria del PSC en el XXXV congreso federal del PSOE, en el año 2000, para acceder a la secretaría general del partido.

El PSOE de Zapatero empezaba a tocar los resortes más sensibles de la España constitucional. Primero dio por inválido el modélico andamiaje jurídico, social y político de una Transición que Rodríguez Zapatero siempre juzgó incompleta. Segundo, y mediante un revisionismo histórico marcado por el revanchismo y el marchamo de la falta de generosidad, reabrió heridas de las «dos Españas» que en la conciencia colectiva habían cicatrizado años antes con el espíritu de la Transición y el nacimiento de la Constitución. Una polémica ley de Memoria Histórica que después no ha satisfecho a tirios ni troyanos estaba en marcha.

ETA mancha las togas

Tercero, promovió una reforma constitucional y del Senado —ambas fallidas y hoy durmiendo el sueño de los justos— fundamentadas en la imposición política del proyecto del PSOE y, por tanto, sin posibilidad alguna de alcanzar un consenso con el PP. Cuarto, forzó al Congreso a autorizar una negociación política con ETA de la que hoy se conocen detalles que revelan hasta qué punto algunas instituciones del Estado —la Fiscalía, miembros de los Cuerpos de Seguridad del Estado y del Poder Judicial— fueron obligadas a manchar sus togas y uniformes «con el barro del camino», en desafortunda expresión del fiscal general, Cándido Conde-Pumpido.

«Chivatazos» aparte, ni siquiera el inesperado atentado en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas apartó a Rodríguez Zapatero de su obsesión negociadora con los terroristas, que al parecer, y tal como ahora se está revelando hoy, continuó incluso después de comprometerse con la ciudadanía a no seguir negociando sus «ansias infinitas de paz».

En su primera legislatura, Moncloa también accedió a que el entonces lendakari Ibarretxe se presentase —era febrero de 2005— en el Congreso de los Diputados con un proyecto de reforma territorial abiertamente inconstitucional para enterrar el estatuto de Guernica y abrir definitivamente la puerta al «derecho a decidir». Y la independencia vasca, como fondo de escenario. Fracasó Ibarretxe, pero la permisividad de Zaptero con el acto de exhibición soberanista en la Carrera de San Jerónimo sirvió para que el resto de comunidades, en especial Cataluña, conociesen dónde había trazado Moncloa sus desvaídas «líneas rojas». A partir de un compromiso con el propio Pascual Maragall —«Pascual, aceptaré lo que venga del Parlamento de Cataluña»— que después incumplió, Zapatero se entregó al nacionalismo más radical del PNV, ERC y, de modo recurrente, a CiU, para imponer una política de aislamiento al PP, cerrar un «cordón sanitario» y crear la imagen ficticia de una derecha rencorosa anclada en su derrota del 14 de marzo de 2004 tras el atentado terrorista más brutal vivido en España.

El TC, en desguace

Para entonces, la reforma del Estatuto de Cataluña estaba en marcha y camino de Madrid para su aprobación por la Cámara Baja. «Cepillados» y maquillajes aparte, la reforma de este Estatuto y los distintos recursos de inconstitucionalidad contra su articulado mantuvieron durante seis años al Tribunal Constitucional en una interinidad demoledora para su imagen institucional y para el entramado jurídico del Estado de Derecho. Al punto, que el TC sucumbió al deterioro más absoluto y, cuando hubo dictado sentencia, el mal estaba hecho para el Gobierno y era irreversible. El PSC vio cómo su proyecto estrella, salvado en Moncloa e in extremis por CiU en un oscuro «pacto del tabaco», fracasaba ante la evidencias de que retorcer la Constitución tiene un coste. Y ello, pese a que el TC forzó su maquinaria al límite, de la mano de su presidenta María Emilia Casas. ERC, inmersa en una crisis sin precedentes de liderazgo y refugiada entre los coches oficiales y «tuneados» del tripartito catalán, había abandonado toda opción de poder presionar a Moncloa y condicionar la gobernabilidad. Y el PSOE empezó a depender de una «geometría» variable, que ha lastrado su capacidad legislativa durante el segundo mandato de Zapatero.

La recesión y la «marca ZP»

En marzo de 2008 la segunda legislatura de Rodríguez Zapatero estaba en marcha, pero el desgaste era evidente. El Gobierno padecía un liderazgo que progresivamente acusaba con más claridad el agotamiento de un proyecto político sustentado en leyes anteriores, pero divisoras de la sociedad —la asignatura educación para la ciudadanía, la ley de matrimonios homosexuales, el anuncio de una reforma de la ley de libertad religiosa…— y, muy especialmente, en su incapacidad para advertir el enorme calado de la crisis económica. Su pertinaz negación de la misma y su reacción tardía e ineficaz han sido su condena definitiva. La España pletórica del superávit y la abundancia de políticas sociales que aspiraba al «pleno empleo» ha pasado a tener casi cinco millones de parados y una notoria pérdida de poder adquisitivo. El PSOE dictó sentencia a Zapatero hace meses. Él sólo se ha limitado a firmarla.

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