Fukushima, «mon amour»
Antes del tsunami, la central nuclear significaba para muchos progreso. Ahora sólo les ha traído desgracia
Ha traído pánico y desolación, puesto al mundo al borde de la peor catástrofe nuclear desde Chernóbil y dejado sin hogar a más de 200.000 personas que vivían en 30 kilómetros a la redonda y tuvieron que ser evacuadas por la radiactividad. Pero, antes del tsunami del pasado 11 de marzo que dañó sus reactores, la central nuclear de Fukushima 1 generó riqueza y bienestar, dio empleo a miles de personas y sacó de la pobreza a decenas de pueblos agrícolas y pesqueros que hoy son prósperas ciudades industriales.
Así lo atestiguan las fábricas de Sony y de la cervecera Asahi que, cerradas ahora por falta de electricidad, flanquean la carretera que va desde la ciudad de Fukushima hasta la planta atómica. Construida en los terrenos de una antigua base aérea entre 1967 y 1971, justo ayer cumplía 40 años de su entrada en funcionamiento. Un trágico aniversario porque, en principio, debía dejar de estar operativa a las cuatro décadas, pero el Gobierno japonés prorrogó su vida diez años más.
«La central fue un milagro porque atrajo a miles de trabajadores y transformó radicalmente los pueblos de alrededor», relata Choji Hanawa, nacido hace 76 años en Okuma, la localidad donde se levanta la planta. En Okuma todos entonan con nostalgia el «Fukushima, mon amour» porque el 90 por ciento de sus 10.000 habitantes se ganaban la vida, directamente o indirectamente, gracias a la central nuclear.
Buscarse otro sitio
Pero, por esas crueldades del destino, Fukushima 1 también les ha arruinado el porvenir. Casi 700 vecinos de Okuma llevan ya dos semanas refugiados en el polideportivo de Tamura, a 40 kilómetros de la planta y sólo diez de la zona muerta evacuada por sus fugas radiactivas. Durmiendo sobre un futón, abrigado por un par de mantas y vistiendo un chándal donado por la ayuda humanitaria, Choji Hanawa se lamenta ahora de su suerte porque los habitantes de Okuma, y hasta su ayuntamiento, van a ser realojados en casas prefabricadas en la cercana ciudad de Aizu. Pero sólo durante tres meses, luego tendrán que buscarse otro sitio.
«Sabía que esto iba a ocurrir tarde o temprano porque la central era cada vez más vieja y las labores de mantenimiento más cortas», critica un anciano de 85 años que oculta su identidad bajo el nombre ficticio de Taro Fujita. Entre 1975 y 1986 estuvo empleado en Fukushima 1 haciendo el trabajo más peligroso: la limpieza de las piscinas de combustible usado donde se acumula la basura radiactiva. «Nos pagaban al día la fortuna de 50.000 yenes (436 euros) pero no podíamos estar más de dos semanas, luego debía volver a mi puesto en la lavandería recogiendo trajes radiactivos por 8.000 yenes diarios (70 euros)», explica el anciano, quien recuerda que «a veces coincidía con operarios negros traídos expresamente de África».
De todas maneras, y debido a tan alta paga, no faltaban voluntarios nipones para hacer el trabajo sucio. «No nos importaba el peligro porque, si sonaba la alarma de los contadores por haber superado un exposición diaria de 50 milisieverts o nos descubrían una radiación límite en los chequeos médicos trimestrales, nos enviaban a casa a descansar cobrando íntegramente el sueldo», desgrana tapándose la cara con una mascarilla blanca.
Para los trabajadores de las centrales atómicas niponas, el tope de radiactividad está fijado en 250 «milisieverts», pero a partir de los 100 anuales aumenta el riesgo de padecer cáncer. «Aunque yo no he tenido ningún problema de salud, otros empleados acabaron sufriendo leucemia y anemia», aclara antes de añadir que «a pesar de todo el progreso que deparó, la central nos ha traído ahora esta desgracia».
«Los jóvenes son conscientes de los peligros de la radiactividad pero, en nuestra época y pese a las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, lo más importante era mejorar la economía y producir energía para las fábricas», razona el anciano, quien insiste en que «nos dijeron que la central nuclear era segura».
Contratados por la empresa Tokio Electric Power (Tepco) u otras subsidiarias, familias enteras como los Kamata trabajaban en Fukushima 1. El padre midiendo la radiación desde hace 24 años, la madre en la cafetería y la hija, de 26, como contable en un despacho. Con dos o tres pagas extras, sus salarios mensuales oscilaban entre 300.000 y 110.000 yenes (entre 2.617 y 959 euros).
«A veces tengo que entrar en la zona C, donde hay radiactividad, con un traje especial para trabajar cerca de los reactores durante las labores de limpieza», explica el cabeza de familia, Hiroyuki Kamata, como quien ficha cada mañana en la oficina.
Para las ciudades donde se ubican, las centrales nucleares son un maná caído del cielo porque el Gobierno dedica grandes partidas presupuestarias a construir hospitales, bibliotecas, estadios y parques.
En Okuma no había políticos que hicieran campaña en contra de la planta atómica ni la gente escuchaba a los grupos ecologistas. Además, la empresa eléctrica Tepco pagaba a cada familia una compensación anual de 10.000 yenes (87 euros), una pequeña ayudita para pagar las facturas y llegar a fin de mes pero una miseria si se tienen en cuenta los perjuicios causados por el accidente de sus reactores.
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