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ABC Cultural

El torero indomable

Madrid acoge una valiosa exposición en torno a Winston Churchill, al que España honró con la «V» de la Victoria, estampada en la testuz de un toro lidiado por Manolete

El torero indomable ABC

ROSARIO PÉREZ

Con la soledad de pareja inseparable y el honor como bandera, en el corazón del león indomable latía el valor de un torero. Winston Churchill se marcó sus propios cánones en el difícil arte de gobernar: dirección, estrategia y aprovisionamiento. Durante la última Guerra Mundial, se apretó los machos y luchó con asombroso aplomo en tiempos en los que la resistencia se antojaba una empresa imposible. Lo escribió en ABC Ramón Serrano Suñer, primer ministro de Exteriores en la etapa bélica: «Su actuación en aquellos años conduciendo al país en la mayor dificultad de su historia fue un prodigio de serenidad, de ingenio y de valor y tengo por muy cierto que nadie, nadie, ni militar ni civil, ni Roosevelt ni Stalin (y mucho menos De Gaulle, limitado entonces a la estrategia verbal) desempeñó en el campo aliado un papel tan decisivo como el suyo en la victoria».

Con la gran V de la Victoria le honraron desde España. No era una V cualquiera. Tal símbolo estaba estampado en blanco en la testuz negra de un toro lucero estoqueado por Manolete en Valencia. Su criador, José María Escobar, mandó disecar la cabeza del ejemplar, bautizado como «Perdigón», para hacérsela llegar en diciembre de 1945 —a través del embajador de Inglaterra en Madrid y el duque de Alba— al mismísimo Churchill, quien envió en mayo de 1946 una carta a su «toreador» agradeciendo el gesto. Esta singular misiva —propiedad de la familia Flores Camará—figurará, junto a decenas de documentos, imágenes y objetos personales del estadista británico, en la ambiciosa exposición que está previsto que inaugure la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, el 25 de marzo en la Sala El Águila: «Caminando con el destino. Winston Churchill y España: 1874-1965», comisariada por David Sarias.

«Perdigón» había sido lidiado por el Monstruo de Córdoba el 23 de julio de 1944 en el coso valenciano. Todos los astados fueron huidizos y pelearon con mal estilo. Menos el toro con nombre de ave, que desarrolló bravura y nobleza. Manolete, fiel a su quietud, arrancó faena con tres ayudados por alto y abrochó con cinco manoletinas herradas con su sello valiente. Pero marró con la espada —un pinchazo, media estocada y cuatro descabellos— y lo que iba para un triunfo apoteósico se quedó en una vuelta al ruedo. «Gracias» a su fallo en la hora final, el regalo llegó intacto y con los peludos apéndices hasta Churchill. Sí paseó una oreja con el segundo de su lote, un manso que le propinó una aparatosa voltereta, por lo que tuvo que pasar a la enfermería.

Manuel Rodríguez, como Winston Leonard Spencer Churchill, respiraba entre el olor a cloroformo. Durante cualquier episodio de combate, resplandecía la verdad de su discurso ante la Cámara de los Comunes, en 1940: «No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». Vio cómo se derramaba la lluvia roja de su ejército ante «las cornadas del enemigo». Su política era hacer la guerra por mar, por tierra y por aire, «con toda nuestra potencia y con toda la fuerza que Dios nos pueda dar; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, nunca superada en el oscuro y lamentable catálogo de crímenes humanos». Al igual que el Califa del Toreo, peleó con bravos y mansos, con marrajos y nobles. Su objetivo de figura: «Victoria, victoria a toda costa, victoria a pesar de todo el terror; victoria por largo y duro que pueda ser su camino; porque, sin victoria, no hay supervivencia».

Solo en el ruedo bélico o con compañeros de «cartel», experimentó la división de opiniones, aunque primaron los plácemes en la fulgurante carrera del catalogado como «gigante político». Fue galardonado con innúmeras condecoraciones y fue distinguido con el Premio Nobel de Literatura «por su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como por su brillante oratoria en defensa de los valores humanos». Aunque algunos no comulgaron con sus actuaciones, sus compatriotas izaron al altar de los héroes al que fuera Primer Lord del Almirantazgo.

Medalla al Mérito Militar

En España se le concedió la Medalla al Mérito Militar, que lucirá en la exposición junto a una rica selección de artículos, como un pasaporte, sus clásicos sombreros de copa y su bastón. Según el comisario, esta muestra sitúa a Churchill en el «cambiante y complejo contexto histórico que media entre el joven oficial de caballería y el líder de una nación sometida al terror nuclear de la Guerra Fría», además de reflejar «al héroe de guerra que se educó en los valores victorianos que marcaron el apogeo imperial del Reino Unido».

Coqueteó cual espada con la parca, pero corrió mejor suerte que «su» torero en la batalla. Aquella pena negra como la piel del miura, con sus tintes cárdenos como la España de la posguerra, se apoderó del verano de 1947. Consternado con la tragedia, Churchill le remitió un telegrama de pésame a la madre de Manolete, doña Angustias:

«Señora, estoy muy apenado al conocer la trágica muerte de su hijo en Linares, y quiero enviarle la expresión de mi más profunda simpatía. Me conmoví al recibir el noble trofeo de su hijo soberbiamente matado en la plaza de toros, enviado a mí con ocasión de nuestra victoria en Europa. Quiero añadir mis sinceras condolencias a todos los reconocimientos que Vd. ha recibido. Sinceramente suyo. Winston Churchill», dice el escrito.

El gerente de Asuntos Taurinos de la CAM, Carlos Abella, ensalza en el catálogo de la exposición el respeto del estadista británico por el matador: «Son algo más que meras expresiones de cortesía e incluso se podrían interpretar como una muestra de que Churchill no compartía los habituales prejuicios anglosajones contra la Fiesta de los toros». Al igual que Hemingway, admiraba el riesgo y la gallardía, características atribuidas a los españoles. Abella considera el acto de entrega de «Perdigón» como «muy comprometido frente a la administración franquista, a la que costó despojarse de su inicial simpatía por las fuerzas del Eje y de su germanofilia». Y recuerda oportunamente el testimonio de Julio Caro Baroja, que cuenta «cómo los simpatizantes de Inglaterra, en principio no muy numerosos, se reunían en Madrid en torno al Instituto Británico, dirigido por el profesor Walter Starkie, durante los años de derrotas de la Guerra Mundial y cómo, cuando las tornas se cambiaron, muchas más personas empezaron a manifestar sus opiniones contrarias a la Alemania nazi».

La fabulosa y completa exposición organizada por la CAM reúne por primera vez en la Europa continental las colecciones custodiadas por el Churchill Archive Centre (Cambridge), Chartwell House (la casa-museo del político) y documentos audiovisuales británicos procedentes del archivo televisivo y cinematográfico preservado en el Imperial War Museum (Londres). También se presentan fotografías cedidas por varios archivos españoles, entre otros, el de ABC.

Amistad con Alfonso XIII

En la muestra se hace un recorrido por los viajes de Churchill a España, como el de la primavera de 1914, en el que vino a jugar un partido de polo a la Casa de Campo con Alfonso XIII, con quien le unía una gran amistad, al igual que con Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba. En diciembre de 1935 fue a Barcelona, acompañado de su mujer, Clementine, a la que el gobernador general obsequió un ramo de flores. Deseoso de disfrutar del sol, partió desde allí a Palma de Mallorca para «escribir y pintar», dos de sus grandes pasiones —ya lo advirtió Picasso: «Si este hombre fuese pintor de oficio, podría ganarse muy bien la vida»—. Aunque el estadista se interesó por la situación de España —no quiso que entrase en el conflicto—, evitó en esta ocasión enfangarse en política, sobre la que dejó un axioma universal: «La política es más excitante que la guerra y tan peligrosa como ella. En la guerra puede uno morir una vez; en la política, varias veces».

Su última visita fue en 1959. El 21 de febrero arribó en Tenerife a bordo del yate de bandera liberiana «Christina», propiedad de Aristóteles Onassis, entre la expectación de los turistas. Enfundado en un traje gris oscuro, pañuelo blanco al cuello, gabardina, zapatos negros con cremallera y tocado por un sombrero de ala ancha, paseó por Puerto de la Cruz y saboreó uno de sus imponentes habanos y una copa de whisky. Era la estampa del viejo león que hizo rugir a Europa.

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