Caracoles en Madrid

Veo a los vecinos más tranquilos. Es la tranquilidad de haber pasado a los cuartos de la Copa de Europa. Y también la de los que saben que aquí no nos va a explotar ninguna central nuclear, pues para eso fumamos en la calle. En la calle fuman y escupen los chinos de la plaza de Cascorro, que son los Balenciaga de esta democracia castiza que nos han dado, con sus lencerías de seda chisposa, y no por la gracia, sino por las chispas que saltan al contacto con el pezón occidental, menos breve e inverosímil.

Me gusta esta plaza por lo que tiene de barrio chino pasado por Ramón Gómez de la Serna y los urbanistas horteras de Gallardón. Y también por los zarajos y caracoles del bar «Los caracoles», que es la única cultura masculina o grito viril que nos va quedando.

Ese impedido amargado que es Hawking vende una «sopa originaria», inicialmente uniforme y caliente, en que nadan galaxias, estrellas y planetas, pero este lodo primordial ya lo habían inventado en este bar de caracoles, en cuyo perol de calducho, como se dice en Burgos —porque de Burgos es el amo—, chapotean zarajos y caracoles, orejas y manos de cerdo, mientras el burgalés de ojo avizor y con cara de azor (el caracol, no lo olvidemos, era el observatorio de los mayas, que con ojos primitivos y una larga paciencia arrancaron a los cielos un calendario) te desafía a devorar barras de pan pasadas por el moje.

Cuando merma la sopa originaria, el burgalés añade cacillos de agua del grifo con la frialdad de un técnico japonés enfriando el reactor de Fukushima. Me gustan los parroquianos que chupan caracoles, oír los «slurps» de los sorbetones y los «crash» de las cascaritas.

Cuando «Vivamadridqueesmipueblo» sea una nación, que sepan los «vivamadridquesmipueblerinos» que la vida a la madrileña empezó en el lodo primordial de este perol burgalés de la plaza de Cascorro donde chapotean zarajos y caracoles. En Cuaresma, con bula.