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Columnas / CAMBIO DE GUARDIA

Le Pen, de nuevo

Marine Le Pen obtiene la mejor previsión para las presidenciales. Es el síntoma de un extremo desapego ciudadano hacia sus gobernantes

Día 07/03/2011

FRANÇOIS Mitterrand no fue hombre de excesivos escrúpulos. Al culto del poder lo sacrificó todo. Ni moral, ni ideología, ni convicción fueron por él antepuestas a su objetivo: el poder. Entró en política, hacia 1934, en los Voluntarios nacionales, rama juvenil de los protofascistas Croix-de-fer. En 1942 es alto funcionario de Pétain. En 1943 gira hacia la Resistencia, sin que ello le impida ser condecorado por Vichy. En 1947 es, por primera vez, ministro. En un gobierno socialista. Pero eso es secundario. Mitterrand será ministro con quien sea y bajo las siglas que se tercien, hasta alcanzar la Presidencia. En un recodo oscuro queda su papel como ministro de Justicia durante la guerra de Argelia. De Gaulle se interpuso en su carrera hacia el Elíseo. Sobrevivió. Y, de 1981 hasta las vísperas de su muerte, ejercerá el más largo mandato presidencial de la historia francesa: 14 años menos 5 días.

Nada hay de extraño en que fuera él quien concibiera el perverso retorcimiento que alzó a un grupúsculo de extrema derecha, el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, a la dimensión de gran partido que el presidente francés juzgaba adecuada a sus propios intereses. A partir de la llegada de Mitterrand al poder, la televisión pública despliega una asombrosa campaña al servicio de Le Pen. El estupor entre los periodistas cercanos al PS es completo. Y Mitterrand delega en el más fiel de sus hombres, el entonces ministro de Asuntos Sociales y años después primer ministro Bérégovoy, para que explique discretamente su estrategia. Del mensaje deja constancia F.-O. Gisbert en su biografía de Mitterrand: «Tenemos el mayor interés en promocionar al Frente Nacional, porque hace imposible la elección de la derecha. Cuanto más fuerte sea el Frente, más invencibles seremos nosotros. Es la oportunidad histórica de los socialistas». Contabilidad sencilla: los votos de Le Pen sólo podían provenir del electorado conservador. Ese recorte de votos garantizaba la mayoría para la izquierda.

Fue un fiasco. Le Pen subió, sí. Sólo que sus votos venían, no del electorado de la derecha clásica, sino del de la izquierda obrera en periferias urbanas degradadas por el descontrol migratorio. En particular, de los votantes de un partido comunista que inició su extinción vertiginosa. La izquierda se descompuso. Pero eso a Mitterrand no le afectaba. Él mismo había comenzado a horadar los cimientos del partido socialista desde su desembarco allí, en 1971. De aquella estrategia suicida, hubo dos ganadores: Mitterrand, que culminó su ambición de ser lo más parecido a un rey vitalicio que ha conocido la Francia republicana; Le Pen, que se hizo con un terreno que le permitiría superar al partido socialista en 2002 y disputar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales a Chirac.

Si Francia despertó en el estupor este fin de semana es porque la historia amenaza con repetirse. O aún peor. Marine Le Pen —que ha sucedido a su padre al frente del partido— obtiene, a fecha de hoy, la mejor previsión para las presidenciales: 23%, frente al 21% que obtendrían tanto Sarkozy como la socialista Aubry. Es el síntoma de un extremo desapego ciudadano hacia sus gobernantes. Queda un año para corregir. No es mucho.

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