PROVERBIOS MORALES
Intervención
La intervención militar occidental contra Gadafi es, hoy por hoy, la única esperanza para la revolución democrática árabe
UNA ilustre arabista española, Gema Martín Muñoz, recomienda a los occidentales solidarizarse afectivamente con las revoluciones democráticas en los países islámicos y abstenerse de intervenir en las mismas. Curioso. Hace no muchos años, los progres recomendaban intervenir a favor de toda revolución política del Tercer Mundo, en aras de la solidaridad antiimperialista («Creemos uno, cien, mil Vietnams»). Pero como, por ahora, la única perspectiva de intervención se limita a las iniciativas que puedan tomar en los próximos días Obama y Cameron, encarecen la contención y el respeto a la autonomía de las poblaciones sublevadas. Por cierto, la arabista antes citada ha cometido un bonito lapsus en sus declaraciones a la primera cadena de TVE, al definir las revueltas como movimientos «autóctonos» (supongo que quería decir «autónomos» o algo parecido).
La invocación a la autoctonía no deja de tener su chispa, porque las revoluciones han estallado en sociedades para las que ese concepto, tan determinante en la tradición política occidental desde la Atenas de Pericles, no significa nada. Los nacionalismos árabes no han sido autoctonistas, y los fundamentalismos islámicos mucho menos. Algo de los autoctonismos europeos se infiltró en el nacionalismo rifeño del primer tercio del siglo XX y quizá en el saharaui actual, por influencia de los antiguos colonizadores, pero no afecta a las revueltas actuales, que delatan, por el contrario, los efectos de la globalización tanto en la forma de organizarse como en la rapidez con que se han propagado. Por una parte, confirman lo que Marshall McLuhan intuyó hace medio siglo: que la innovación acelerada en las tecnologías de la comunicación provocaría una interminable reacción en cadena y una inestabilidad política crónica en las periferias postcoloniales. Por otra, reflejan precisamente la crisis definitiva de las identidades, tradicionales o modernas, en los países islámicos. Hasta ahora, éstos habían conocido conflictos identitarios de carácter étnico o religioso: kurdos contra turcos o árabes, suníes contra chiítas, musulmanes contra cristianos, o incluso, en su aspecto más moderno, nacionalistas contra integristas. Ahora asistimos, por el contrario, a rebeliones desesperadas de muchedumbres culturalmente heterogéneas contra el poder político, cualquiera que sea el color de éste: dictaduras militares o burocráticas de signo nacionalista, como las de Egipto, Túnez, Yemen o Argelia, autocracias familiares como la de los Gadafi o monarquías de fundamentación religiosa, como las de Marruecos o Bahrein. Ya me dirán qué tiene que ver la autoctonía con todo esto.
Una sola cosa parece clara, de momento, y es que la misma heterogeneidad del movimiento impide que éste alcance fórmulas nacionales de transición mínimamente viables. Ninguna de ellas va a satisfacer a unas masas que sólo tienen en común su exasperación (como ya se está comprobando en Túnez, Egipto y hasta en Basora). Libia ofrece a esas sociedades en implosión el ejemplo de una alternativa suicida y catastrófica: la guerra civil. Por eso, una intervención militar occidental contra Gadafi se perfila como la única medida capaz de evitar que toda la esperanza democrática árabe derive hacia un marasmo sangriento.
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