Cuando uno cruza el Estrecho en helicóptero en un vuelo nocturno Málaga-Ceuta asiste a un fascinante espectáculo de luz y sonido. La contribución sonora la aporta el obstinado ronroneo monocorde de las palas, en la línea del inquietante mundo monotónico del compositor Giacinto Scelsi, redescubierto para los legos por Eugenio Trías en su Imaginación sonora. Y la luz la ponen los millones de puntos que forman como una gigantesca luciérnaga serpenteando a lo largo de kilómetros y kilómetros de costa en una manifestación de despilfarro tan inútil como insolente en los tiempos oscuros que vivimos. El espectáculo sugiere las grandes exhibiciones de obsceno dispendio que preceden al declive de las civilizaciones. O que la acompañan, como sería el caso.
La política de ahorro energético propuesta por el Gobierno opera, pues, sobre una realidad incontestable y procaz. Según datos publicados por este periódico, España consume unos 118 kilovatios/hora por habitante en alumbrado público. En Francia, la suma oscila entre 77 y 90, y en Alemania no llega a 50. Es decir, menos de la mitad de gasto en alumbrado en un país con bastantes horas menos de luz solar y más rico. Y por si no fuera bastante, aquí no dejamos el coche ni para mear.
Este derroche es anterior a la crisis y tan insultante entonces como en el presente. Nada hicimos, y ahora, cuando truena, ocurre lo habitual: se toman atajos cuya eficacia está condicionada por las prisas. Y por el calendario electoral. El Gobierno ha pergeñado unas medidas, ninguna de ellas incorrecta, pero con el mismo impacto que el caudal de una regadera sobre un incendio. Los expertos sugieren dos chorros mucho más potentes: elevar la fiscalidad de los carburantes, que en España es aún baja, y restringir drásticamente el uso de coches privados en las ciudades. No se hará; ni siquiera después del 22-M.