La ola revolucionaria iniciada en Túnez tiene en el campo palestino efectos particulares derivados de su singular situación. El proceso de paz está congelado desde hace años por la falta de un interlocutor palestino capaz de hacer cumplir unos hipotéticos acuerdos. La profunda división entre los islamistas de Hamás y los nacionalistas de Fatah, así como la negativa de los primeros a aceptar la existencia de Israel y a abandonar las actividades terroristas y guerrilleras, han cegado la vía diplomática. En este contexto la revuelta que se extiende por el mundo árabe podría animar una tercera intifada, en este caso contra las actuales autoridades.
Abbás ha reaccionado rápido convocando elecciones parlamentarias y presidenciales para el próximo mes de septiembre. Trata así de hacerse con la bandera democrática y de forzar a Israel a realizar concesiones que ayuden a contener la amenaza islamista. Su gesto es comprensible, pero no deja de ser una huída hacia delante de consecuencias peligrosas. La convocatoria puede contener la revuelta popular e incluso animar un interesante debate político interno en paralelo a la selección de los candidatos, pero al final llegará el momento de ir a votar y Abbás tendrá que demostrar que es capaz de hacer valer su autoridad en la Franja de Gaza, donde Hamás se ha hecho fuerte.
Los islamistas han rechazado la convocatoria porque niegan a la Autoridad Palestina legitimidad para hacerlo. Han festejado la caída de Mubarak, enemigo declarado de los Hermanos Musulmanes y partidario del reconocimiento de Israel, y confían en que Egipto evolucione hacia el fundamentalismo, por la debilidad de la oposición moderada y por los reparos del Ejército a interferir en la actividad política. El pulso está servido.