REZA el adagio popular que «quien no llora no mama»; y los escritores debemos ser los tipos y tipas más duros del planeta, o bien dedicarnos a llorar pudorosamente allá donde nadie repara en nuestras lágrimas, porque desde luego no nos comemos un colín. Lo acabamos de comprobar en el debate sobre las descargas de internet, donde los escritores hemos vuelto a desempeñar el papel de convidados de piedra que parece habernos asignado la industria cultural. Ocurre esto a la vez que los editores españoles se entregan con fervor de neófitos a la causa del libro electrónico, que aún nadie sabe si cuajará; pero que, entretanto, disparará el pirateo de libros. Y ocurre esto después de que los escritores no tuviésemos redaños para reclamar el pago de un canon por el préstamo de libros en las bibliotecas, según se establece en las directivas europeas; canon que en modo alguno tendrían que abonar los usuarios de las bibliotecas, sino las entidades públicas que las gestionan. «Escribir en España es llorar», decía Larra; pero los escritores en España nunca han llorado por sus derechos de autor, no sé si por pudor de exhibir su menesterosidad, o por miedo a desatar iras demagógicas, o por esperanza de que las subvenciones oficiales suplieran esos ingresos que no se atrevían a reclamar. El resultado de esta actitud barteblyana («Preferiría no hacerlo») ya lo vamos viendo.
La única organización que en España vela por la protección legal de la propiedad intelectual de los escritores es en la actualidad el Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO), que reparte entre sus escritores asociados una mínima cantidad, como compensación por las copias privadas que se hacen de sus obras en fotocopiadoras, escáneres y otros artilugios dedicados a la reproducción de textos. Tal cantidad procede del canon que se impone a los fabricantes, cada vez que venden uno de estos equipos de reproducción; canon que, tras la regulación de 2008, se redujo a la mitad, con el consiguiente descenso en las compensaciones recibidas por los escritores. Ahora se anuncia que en los próximos meses, mediante real decreto, se establecerá una nueva regulación que exonerará del pago de este canon cuando los compradores de fotocopiadoras, escáneres y demás artilugios de reproducción de textos sean personas jurídicas (esto es, empresas, sociedades y organismos públicos), en aplicación de una delirante sentencia del Tribunal Europeo de Justicia que establece que sólo se imponga tal canon cuando los compradores de equipos de reproducción sean usuarios privados. A nadie con dos dedos de frente se le escapa que, si bien los equipos de reproducción de música o vídeo son mayoritariamente comprados por personas físicas, las fotocopiadoras lo son, sobre todo, por personas jurídicas, que o bien hacen negocio de la venta de fotocopias o bien ponen a disposición de sus empleados la máquina fotocopiadora, de la que pueden hacer uso sin apenas restricción ni control; y esta distinción tan de sentido común, que el Tribunal Europeo de Justicia ha pasado por alto, es la que ahora se pretende incorporar a la legislación española. Si esto ocurriera, CEDRO dejaría de existir; y, con CEDRO, la única vía —angosta y llena de impedimentos— que a los escritores nos resta para obtener cierto resarcimiento mínimo por el atropello de nuestros derechos de autor.
Si esto ocurre, escribir en España empezará a parecerse demasiado a morirse de hambre. Y los muertos de hambre ya se sabe que ni siquiera tienen fuerzas para llorar.