La rebelión de la calle tunecina y egipcia está poniendo de relieve las enormes carencias de la política mediterránea tanto de la Unión como de sus miembros de primera fila. El contraste con Estados Unidos una vez más es gigantesco: Barack Obama se vuelca para influir cada minuto sobre la balbuciente transición en El Cairo. Es consciente de que asistimos a una segunda caída del muro de Berlín, que marcará su mandato, y está dispuesto a asumir riesgos. En su intervención en Egipto el presidente Obama intenta aprender de George Bush padre ante el colapso de la Unión Soviética en 1991 y no de Jimmy Carter y su apoyo al Shah durante la revolución iraní de 1979.
D Mientras tanto, la Unión mantiene un perfil bajo. Sus tres países más grandes desprecian los procedimientos de toma de decisiones del Tratado de Lisboa y preparan por su cuenta un cómodo retiro a Mubarak, si no fuera por el mal tiempo que hace en Alemania. España se ha empeñado durante años en fortalecer una política europea hacia el Norte de Africa basada en el voluntarismo, como fue el Proceso de Barcelona o, peor aún, en tratar de mediar sin éxito en Palestina. Ha dado también alas a esa improvisación grandilocuente, francesa y todavía no puesta en pie, llamada la Unión por el Mediterráneo. El hiper-realismo en la comprensión del mundo árabe nos ha hecho cínicos y por lo tanto perezosos mentales. Sin embargo, la historia siempre sorprende al conformista y lo atrapa en su mala fe. Desde la crisis de Suez, los europeos parece que ya no queremos o no sabemos ser protagonistas del tiempo que nos ha tocado vivir. Pero si no defendemos nuestros intereses y valores como españoles y
como europeos en la vecina ribera mediterránea, a lo más que podremos aspirar es a la benevolencia de los que ordenan el mundo.
