Nadie, con dos dedos de frente y una pizca de sensibilidad, puede permanecer indiferente ante las aspiraciones de libertad y progreso que exudan los cientos de miles de egipcios que exigen la marcha de Mubarak, arremolinados en la plaza Tahrir de El Cairo. A los que ayer, por cierto, corrieron a pedradas los partidarios del octogenario presidente.
Sería una ingenuidad letal ignorar que de ese aluvión, con elecciones o sin ellas, los que tienen más probabilidades de emerger mandando son los Hermanos Musulmanes: unos prendas cuyo objetivo es implantar un estado islámico, basado en la sharia y el rechazo a la influencia occidental.
No hay que ser un lince para concluir que si Egipto se convierte en un nuevo Irán, nos enfrentaremos a estremecedores dilemas. Nosotros, los norteamericanos, los chinos, Israel y hasta el «sursum corda». A todos nos ha pillado por sorpresa la formidable convulsión que vive el mundo árabe, pero eso no es motivo para hacerse el harakiri. Habrá que hilar muy fino para evitar que los acontecimientos nos dejen atrás y acabemos en el lado equivocado de la historia, pero empujar a Mubarak, ahora que se tambalea, es un error fatal.
Y a los que claman indignados que no se debe dar ni agua a un tirano, habría que recordarles que hemos tenido a la «Esfinge» como socio en la Alianza de Civilizaciones o que la Internacional Socialista no expulsó de su seno al PND de Mubarak, porque «incumple los valores de la socialdemocracia», hasta hace dos días. Y que al partido del tunecico Ben Alí no lo dieron de baja en el club de los socialistas hasta tres días después de que el sátrapa hubiera huido del país, con su mujer peluquera y una tonelada y media de oro.
O sea que ojo al parche, mucha cautela y a apoyar una transición ordenada, a ser posible pilotada por el sombrío y eficaz vicepresidente Suleiman