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El «Marco Polo» de las misiones

Una comisión reivindica en Pekín a Diegode Pantoja, un jesuita español que supo ganarse al receloso poder imperial de China

pABLO M. DÍEZ

PABLO M. DÍEZ

Como evangelizadores de Asia, la Historia ha reservado un lugar de honor a los misioneros jesuitas san Francisco Javier (1506-52) y Mateo Ricci (1552-1610). Pero hay otra figura de igual importancia que, sin embargo, apenas es conocida. Se trata de Diego de Pantoja (1571-1618), un sacerdote español de la Compañía de Jesús, que jugó un papel crucial en la propagación del catolicismo en China pero cuyo nombre ha caído en el olvido. Para reivindicar sus logros históricos, en Pekín se ha creado una comisión formada, entre otros, por la directora del Instituto Cervantes, Inma Puy; el presidente de la Cámara Española de Comercio, Gabriel Moyano; y el jefe de operaciones en China de la compañía de autobuses Alsa, Ignacio Bethencourt.

«Nuestro objetivo es recuperar la figura de Diego de Pantoja para colocar una placa en la catedral del Sur de Pekín», explica Bethencourt, quien se apoya en los estudios efectuados por el profesor Zhang Kai, de la Academia China de Ciencias Sociales. Aunque en España apenas se ha investigado su misión evangelizadora, este erudito escribió «Diego de Pantoja y China», el libro más completo sobre el personaje.

Nacido el 24 de abril de 1571 en la localidad madrileña de Valdemoro, De Pantoja ingresó en los jesuitas en 1589. Tras años de intensos estudios, en 1596 partió hacia China. Al año siguiente llegó a la entonces colonia portuguesa de Macao, desde donde en marzo de 1600 entró en el continente disfrazado de comerciante para unirse en Nanjing a Mateo Ricci, quien llevaba ya casi dos décadas predicando en China. «Diego de Pantoja fue uno de los pioneros de los contactos entre Occidente y Oriente, ya que, junto a Ricci, fue el primer extranjero al que se le permitió vivir en Pekín durante cerca de 20 años», destaca el profesor Zhang Kai. Y todo gracias a los «regalos exóticos», como unos relojes de campana y un clavicordio, con los que ambos se congraciaron ante el emperador Wan Li (1573-1620).

«Fue un gran logro de la diplomacia de los jesuitas», señala este experto, quien alaba la «política de adaptación» alumbrada por san Francisco Javier, que ambos misioneros tomaron como base para buscar los puntos de coincidencia entre el cristianismo y el confucionismo. Un asunto delicado teniendo en cuenta las reticencias chinas a aceptar las creencias venidas de fuera.

Tanto Ricci como «Pangdie» (el nombre chino que adoptó De Pantoja) eran dos reputados sinólogos y vestían como los letrados confucianos, llevando un birrete con dos aletas flotantes sobre sus largas barbas. Ambos tenían acceso a la Ciudad Prohibida y, según Zhang Kai, formaban «un tándem perfecto, porque Ricci se relacionaba con los intelectuales y De Pantoja, que era matemático, músico, geógrafo y filósofo moral, predicaba entre el pueblo llano». Pero el misionero español también escribió obras en mandarín como el «Tratado de los siete pecados y virtudes». Elaboró para el emperador un «mapamundi» y redactó «El mundo fuera de China», que sirvió a la elite cultural de este cerrado país para asomarse al exterior.

Expulsión de los religiosos

Tras la muerte de Ricci en 1610, De Pantoja consiguió que el soberano concediera un terreno para su tumba y autorizara celebrar su funeral, lo que en Occidente fue considerado un gran triunfo de la misión apostólica porque en la práctica equivalía a que el poder real daba el visto bueno al catolicismo.

La sintonía se rompió cuando el sucesor de Ricci, el jesuita italiano Nicolás Longobardi (1559-1654) censuró, por idolatría los ritos confucianos. Las autoridades chinas aprovecharon para volver al emperador contra los misioneros occidentales. Pese a los intentos que hizo De Pantoja, Wan Li firmó un edicto prohibiendo la Iglesia y expulsando a los religiosos. Lejos de Pekín y sin el favor imperial, De Pantoja murió en 1618.

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