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Columnas / PROVERBIOS MORALES

Lete

La obra del poeta eusquérico Xabier Lete es toda una lección de generosidady tolerancia

Día 02/01/2011
DICIEMBRE se ha llevado a Xabier Lete, tras bastantes años de lo que se suele llamar una enfermedad penosa, que lo tuvo confinado en su casa de Urnieta (Guipúzcoa). Lete, nacido en 1944 en Oyárzun, fue uno de los mejores escritores eusquéricos de su generación y, sin duda, uno de los dos grandes poetas de la misma, con Juan Mari Lekuona, que falleció en 2005 y al que ya me he referido alguna vez desde esta columna. Ambos me honraron con su amistad, y he de decir, sinceramente, que la he apreciado más que la de muchos otros más acordes con mis planteamientos sobre los problemas de mi país natal. Lete y Lekuona —que jamás hicieron la mínima concesión ideológica al terrorismo etarra— fueron inequívocamente nacionalistas vascos, pero sin que ello implicara rechazo ni desprecio de una España que trataron de conocer y estimar, ante todo, en su literatura. Otro amigo escritor —también en lengua vasca—, Ángel Zelaieta, me ha enviado, después de la muerte de Lete, un artículo que publicó éste a mediados de los años sesenta, en el que declaraba abiertamente su admiración por la poesía de Antonio Machado y por el paisaje castellano, y eso cuando Xabier impulsaba junto a su mujer, Lourdes Iriondo, y a otros cantantes como Mikel Laboa, Benito Lertxundi, José Ángel Irigaray y los hemanos Artze, el movimiento de nueva canción eusquérica Ez dok amairu, la expresión más popular de la resistencia cultural vernácula al franquismo.
La poesía de Lete, sin embargo, nunca fue directamente social o política, como la de su maestro y mentor, Gabriel Aresti, con el que rompió muy pronto. Se caracterizaba más bien por un sesgo existencialista que, a la larga, le enajenó el favor de un público que se deslizaba aceleradamente hacia una dogmática nacionalista o marxista, o ambas cosas a la vez. En el contexto de intensa politización de la juventud vasca por las fechas del consejo de guerra de Burgos —hace ahora cuarenta años—, Lete fue tácitamente estigmatizado como un poeta (y cantante) blando y escapista, no comprometido con el nacionalismo revolucionario ni con la revolución socialista a secas.
Pero Xabier Lete fue absolutamente fiel a sí mismo y a su búsqueda personal de un sentido de la existencia desde una radical imposibilidad de creer, que le llevó del ateísmo militante de su primera etapa poética a una actitud de hondo respeto y valoración del hecho religioso y de la apertura humana a la trascendencia, lo que dio como resultado, al menos, la poesía más rica y conmovedora que se haya escrito en eusquera. En esa lengua dialogamos largamente, a raíz de la muerte de Lourdes en 2005, sobre algo en lo que sí estábamos de acuerdo: que la ausencia de fe que compartíamos no debería abolir la esperanza. Estoy seguro de que Xabier nunca la perdió, y que «la promesa de luz en la noche oscura de los hombres», como reza uno de sus poemas que Lourdes Iriondo convirtió en canción inolvidable, hizo de él uno de los vascos más extraños, entrañables y bondadosos, en un tiempo de locura sectaria. Así lo definió con total exactitud Maite Pagazaurtundúa, que lo trató durante su época de concejala en Urnieta. Su obra debería quedar no sólo como herencia literaria, sino como una lección de tolerancia.
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