SEGUNDO día de 2009. Noche cerrada. Desembocadura del Guadalquivir. La barcaza de los Cristóbal dejaba en la orilla sanluqueña al presidente del Gobierno y a su esposa. Cita en Bigote, cena con una pareja de amigos. En un ambiente de desconcierto por el futuro inmediato de una crisis de cuerpo presente que ya era imposible de esquivar o de seguir negando, el invitado preguntó por el terrorífico año que acababa de estrenarse y las soluciones a mano. El presidente, sosegado y optimista respondió:
—No importa tanto cómo discurra, todo el mundo lo tiene asimilado antes de que concluya y haga cuentas. Todos lo dan ya por desastroso.
—Sí —repuso con cierta inquietud el concurrente—, pero eso es cortoplacista: que todo bicho viviente asuma que va a ser un desastre no le quita gravedad a la situación. Hace que el desastre sea tomado como inevitable de antemano, pero no lo amortigua.
—Esa es la segunda parte. Si hay resignación, la sorpresa ante el éxito que va a tener nuestra política será mayor. Hemos preparado un plan extraordinario para dotar a los ayuntamientos de más de ocho mil millones de euros. Además de mejorar muchos servicios y mucha obra pública va a estimular la creación de empleo y animará la economía de no pocas empresas…
—¿Y tenemos ocho mil millones de euros? —preguntó ojiplático el sorprendido inquiridor
—Por supuesto. Y más, si es necesario.
D El Plan E desarrolló esos ocho mil y otros cuatro mil y, desgraciadamente, no estimuló más que la creación de un rosario de rotondas y un relativo adecentamiento del acerado municipal. Keynes no funcionó y 2009 fue un crujido insoportable en las economías familiares y empresariales. Los brotes verdes no eran tales, el optimismo presidencial resultaba insufrible y las arcas, de plan en plan, quedaron vacías. El resto de la historia es conocido: a mediados de 2010 el cuento de hadas finalizó y el mismo presidente que no quería saber nada de reformas laborales de hondo calado —en lugar de establecer sucesivos planes de creación de empleo mediante obra pública— hubo de hocicar y se hizo mayor de forma repentina. Si hoy se repitiese aquella cena, el vaticinio sobre 2011 y las recetas para superar el listón tal vez serían otras, incluyendo entre ellas el retraso de la edad de jubilación a los sesenta y siete años, medida honradamente imprescindible pero impensable tan sólo dos años atrás en el imaginario presidencial. La pregunta que hoy nos hacemos es: ¿sería igual de agobiante la realidad si aquella noche de 2009 el Gobierno hubiera asumido que no era mediante el gasto, sino mediante el recorte, como había que afrontar una crisis estructural de alcance tan severo? Difícil saberlo con total certeza, pero el aroma indica que la expectativa sería distinta a la que prevé el mismo presidente sólo dos años después: nos quedan cinco años para recuperar cifras de empleo parecidas a las que lucíamos antes de 2008 y el próximo semestre será un engrudo de difícil trago. Es evidente que el Gobierno que preside Rodríguez Zapatero está afrontando la realidad como debiera haberlo hecho mucho antes —los datos de recorte del déficit son aclaradores—, pero a pesar de todas las medidas que ha puesto en marcha aún flota en el ambiente la certeza de que serán necesarios nuevos sacrificios. ¿Estaremos preparados para asimilarlos de la misma forma que, según él, lo estábamos en 2009 para
asumir de antemano un año funesto?