Las críticas de los estrenos de la semana
Los críticos de ABC te desvelan las claves de las películas de la cartelera

«La posesión de Emma Evans»
POR JOSÉ MANUEL CUÉLLAR
Francamente, ya no quedan diablos como antes, con esa clase y la mirada maldita que es imposible describir. Solo el grandísimo De Niro lo consiguió en aquel inigualable Louis Cyphre («El corazón del ángel», Alan Parker, 1987) pelando un huevo con una sola mano y la amenaza velada bajo la sonrisa. Después de aquello, todo ha sido un poco bacalá y muy poca originalidad en cuanto al demonio se refiere, y mucho menos en cuanto a exorcismos varios.Esta nueva posesión de una adolescente, asunto trillado y machacado mil veces, tiene una factura correcta y un andar pesado por el pasar de los escritos similares. Si hay algo que la distingue, es el sendero del mismo diablo, más tortuoso, sibilino, manipulador y casi triunfante al final. «Entro cuando quiero, salgo cuando me apetece y destrozo todo lo que toco sin que nadie me lo impida». Un Lucifer muy chungo y unos oponentes muy blanditos.
«La llave de Sarah»
POR ANTONIO WEINRICHTER
El Holocausto judío se ha abordado en tantas películas que cuando vemos las primeras escenas de «La llave de Sarah» —el temible momento en el que la jauría genocida llama a la puerta, que anuncia ya todo lo que vendrá— nos invade una sensación de cierta pereza. El problema es que es una historia cuyo final sabemos, que admite pocos giros de suspense y que además es irrepresentable, por terrible: los campos —lo han dicho desde Adorno a Godard— suponen una fractura irreparable en nuestra idea de civilización y en las formas de representarla. El mérito de esta película es haber encontrado una forma de sortear este impasse: en vez de contar casos singulares de redención («La lista de Schindler») o de venganza («El libro negro», Sobibor), plantea una vía similar a la que aquí ensayaba «Soldados de Salamina». Es una vía dialéctica en la que el terrible peso del pasado abre al menos la puerta a una cierta catarsis en el presente. Julia Jarmond, la periodista que encarna Kristin Scott Thomas, hereda por casualidades de guión una casa en París que es la misma que hemos visto en las escenas iniciales —una casa que habitaron judíos depurados—, a lo que se suma el encargo de escribir un artículo sobre el genocidio que tuvo lugar en la Francia de 1942 a manos de los gendarmes franceses. La investigación le lleva a interesarse por Sarah, la niña que fue internada con sus padres dejando a su hermanito encerrado en un armario de la casa. Así, la película alterna el implacable relato del destino final, sin obviar las terribles escenas de los campos, con la obsesión de Julia: se trata de un empeño más que quijotesco, delirante, de saber que al menos hubo alguien que se libró; en realidad, lo que quiere es salvar —del olvido, de la muerte— a una niña —una sola— que represente un pequeño rayo de luz en la noche negra del Holocausto. Aunque el salto entre los dos tiempos es una opción arriesgada, y tarda uno en hacerse a ella, la verdad es que la película acaba consiguiendo una notable intensidad narrativa y sentimental que permite sumergirse en ella olvidando algún meandro forzado hasta arribar a un final, como decíamos, merecidamente catártico.
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