AUNQUE el día sabe a turrón y se acompaña con ecos de pandereta y zambomba, no es cosa de andarse con nostalgias y entregarse a los gozos de la fiesta en que se centra una fe, una religión, y sirve de referencia a una cultura que, agigantándose en el tiempo, se ha convertido en una civilización, la nuestra. Algo que nos sirve de soporte y debiéramos defender con orgullo diferencial, marcando las distancias con otras civilizaciones vinculadas a otras religiones, por respetables que sean todas ellas. La valoración de lo propio no conlleva el desprecio de lo ajeno, pero obliga a mantenerlo en las mejores circunstancias de conservación.
De hecho, la originalidad de la civilización cristiana reside en su capacidad para generar expectativas. Francisco Franco lo vio claro y mantuvo su poder precisamente en ello. Bajo el palio reservado al Santo Sacramento, en autoafirmación de grandeza compensatoria de otras miserias, se mantuvo durante cuatro décadas a base de crear expectativas diversas y, siempre, a la medida de una ciudadanía a la que arrebataba derechos fundamentales. Durante la Guerra la expectativa fue, naturalmente, la de la paz y el orden que la República no había sabido mantener. La cartilla de Racionamiento fue la expectativa moderadora del hambre y así, sucesivamente y al ritmo del crecimiento nacional, vivimos estimulados por las expectativas de un empleo sin incertidumbres, una vivienda propia, un cochecito...
La Transición tuvo el talento de, recuperada la legitimidad del poder y establecida la democracia, mantener vivo el juego de las expectativas. Desde la segunda vivienda a los viajes turísticos al extranjero pasando por el ahorro y la inversión. Así lo entendieron e impulsaron, con mejor o peor maña, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar. Y se acabó. La gran torpeza política de José Luis Rodríguez Zapatero —el quinto malo—, atrapado por una saña retrospectiva que le empujó a ganar una guerra que su abuelo habría perdido, fue romper la inercia de las expectativas. Así estamos ahora. No son solo los cuatro millones y medio de parados y cuanto de pobreza y déficit les acompaña; sino que los ciudadanos ya no se instalan en la expectativa de la solución y se refugian en las triquiñuelas de la defensa personal, no en las prácticas de la colectiva. Y al fondo, como anuncian los sucesos de Murcia de esta pasada semana, un matonismo sindical dispuesto a impedir las expectativas en beneficio del mantenimiento de los privilegios. Una gran insensatez que toma razón de las limitaciones de un líder que parece odiar a la mitad de sus ciudadanos.