COMO estamos todos tiesos, y los que aún no lo están prefieren parecerlo para no levantar sospechas, la Navidad ha recuperado un tono de contención que la hace más discreta, más íntima y hasta más elegante, aunque sea con la involuntaria elegancia moral de la pobreza. La crisis ha planchado el paisaje social con una agónica restricción del consumo; esta asfixia de horizontes, esta tristeza de incertidumbres ha trocado en hondo pesimismo —un treinta por ciento de los andaluces está convencido de que irá al paro en 2011— la no tan lejana fiesta de la opulencia y del derroche. El país de los perros atados con longanizas se ha sumergido en una forzosa austeridad que clarea las bullas de los comercios y atenúa el brillo de las luces callejeras. Hasta los villancicos suenan más quedos; de repente hemos retrocedido quince años y la ostentación se ha vuelto un pecado capital.
La frugalidad forzosa tiene sus ventajas. Han desaparecido o menguado muchos de los absurdos rituales superfluos de una Navidad banalizada. Las ciudades parecen menos agitadas; el correo electrónico sustituye al paroxismo postal de los christmas, los regalos de empresa se esfuman o se transforman en simbólicos detalles y los móviles no se saturan de absurdos y cursis sms enviados en cadena. El debate sobre el despilfarro navideño pierde sentido en medio de una sobriedad indefectible. Aquella ceremonia un poco obscena de la disipación, el fastuoso potlachpagano que malversaba en una alharaca de gasto exhibicionista cualquier atisbo de sentimental espiritual se ha diluido en un clima de temeroso recato que de algún modo devuelve la fiesta a su origen intimista. La recesión ha despojado de artificios petulantes la orgía consumista y ha devuelto al obsequio su carácter de ofrenda de cariño y de entrega. Ahora volvemos a saber que detrás de cada paquete envuelto hay un esfuerzo, un sacrificio y hasta una renuncia.
Durante los años del esplendor económico, las Navidades eran la fiesta de un dispendio que provocaba cierta melancolía colectiva y la repugnancia manifiesta de los más estrictos moralistas. Ese ciclo consumista volverá pero antes se está remansando en una obligatoria cura de disciplina social que depura de frivolidades la atmósfera sobrecalentada de materialismo y plétora. Por ahora no ha lugar a demostraciones suntuosas que pueden ser malinterpretadas como una prosperidad petulante. Las dimensiones del bienestar se han humanizado y en esa reconversión estamos redescubriendo a la fuerza los valores de la moderación y la templanza. Quizá sea sólo un mal autoconsuelo pero no está de más pensar que la poda de estímulos artificiales nos devuelve de algún modo a una Navidad más desnuda y cercana a nosotros mismos, más próxima a la esencia intransferible de una felicidad vinculada a los afectos.