La que se ha liado porque a un profesor gaditano se le ha ocurrido la idea, ni brillante ni opaca, de alabar las virtudes del clima frío —y en concreto el de Trevélez— para la curación de los jamones, y un alumno musulmán se ha sentido profundamente ofendido porque allí, en un instituto público de un país que los produce con notable éxito, se hablara de ellos. El docente, al parecer, le contestó con cinco verdades, y la anécdota no habría saltado a los medios si no fuera porque luego los padres del muchacho decidieron presentar una denuncia por acoso, racismo y xenofobia. ¡Y un jamón!
Las propias asociaciones islámicas han calificado la acusación de solemne «tontería», y las autoridades andaluzas ya han aclarado que «no ha lugar» a la denuncia. Pues menos mal, porque sólo faltaba que en un país jamonero como el nuestro tuviéramos que evitar toda referencia, oral o escrita, a los sabrosos perniles, y, ya puestos, supongo, eliminarlos de las cestas navideñas, de los escaparates, de las cartas de los restaurantes, de los entrañables sobornos patrios y hasta de los títulos de filmes. Si por algunos fuera, «Jamón, jamón» se habría titulado «Cordero, cordero».
El jamón, en España, es una cruda y deliciosa realidad. Nos lo comemos de todas las formas habidas y por haber, cortado a tacos o en lonchas, crudo, cocido o salteado, y no hay fiesta que no tenga su sal. Ya decía Marañón que no hay vianda más saludable. Aquí hasta los culpables son «presuntos». Pero, oye, si hay quien tiene prohibido degustarlo, pues que no se lo coma y santas pascuas. Pero que sea una ofensa mencionarlo se me hace, amén de absurdo, preocupante. Porque el jamón es sólo un alimento, pero ocupa un lugar entre los míos. Y confieso que a mí esta reconquista está empezando a darme escalofríos.