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La mano que mueve la alarma

Día 18/12/2010
En España ya no sólo imponen su voluntad al poder político los mercados, esos ectoplasmas que la imaginería antiliberal ha convertido en la encarnación de la rapacidad y la codicia, cuando no son sino los fondos que administran nuestros ahorros; también lo hacen, al parecer, los grandes operadores turísticos internacionales. Bajo los apocalípticos argumentos con los que el ministro Jáuregui defendió la prórroga del estado de alarma, asomaba con escaso disimulo la amenazadora resistencia de las grandes centrales de reservas a contratar plazas de vacaciones en España si no se garantizaba el tráfico aéreo durante las fiestas. Se trata de un buen motivo para disponer lo necesario a fin de que no se reproduzca el plante masivo de controladores del 3 de diciembre. España no se puede permitir, en las actuales circunstancias, un agujero de esas dimensiones en la que sigue siendo nuestra primera industria. Pero esa, aunque apenas se sobreentendiera en el discurso ministerial, no agota todas las explicaciones que el Gobierno debía al Congreso, y a la opinión pública, para mantener en vigor la que constituye una medida excepcional que los redactores de la Constitución no pensaron, con toda seguridad, para resolver un conflicto laboral.
Falta explicar por qué sólo de así se garantiza el tráfico aéreo, y más después de que el 85 por ciento de los controladores se comprometieran ante el mismo Congreso a no abandonar sus puestos; y qué ocurre si no se cumple. El Gobierno argumenta que funcionó el 3 de diciembre. Pero lo hizo, tal vez, por el efecto sorpresa que produjo en un colectivo que ignoraba sus efectos legales. La palabra militarizar acojona, pero el castigo penal para quien desobedece no es mucho mayor del previsto en la Ley de Navegación Aérea de 1964. Ningún estado de alarma garantiza la obediencia. Sí puede facilitar la contratación de reservas. Pues dígase así.
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