Álex de la Iglesia: «¿Por qué no nos reconciliamos de una maldita vez?»
Juan Manuel de Prada charla con el cineasta sobre la génesis de su última película,«Balada triste de trompeta»
Álex de la Iglesia nos recibe en su casa, engalanado (aunque sea de riguroso luto) para el estreno de Balada triste de trompeta , que tendrá lugar en apenas un par de horas. Mucha agua ha pasado bajo los puentes desde que lo conocí (y muchos kilos se le han ido por el sumidero, entretanto), pero subsiste incólume en Álex de la Iglesia el talento por arrobas que entonces se desgañitaba atronador y hoy parece mostrarse más atemperado, como asustado de su propia enormidad. Porque lo que Álex de la Iglesia ha conseguido en Balada triste de trompeta es algo, en verdad, enorme: nada más y nada menos que abrir en canal las purulencias del cainismo español, como quien abre en canal una res viva, congestionada de sangre, mientras el eco de su mugido rebota en los sótanos cósmicos del dolor, como una risa desesperada y lúgubre que interpela el silencio de Dios. En Balada triste ... están presentes todas las obsesiones predilectas del director, está presente su estilo barroco y desaforado, está presente su humor caníbal y ferozmente sarcástico; y esa lealtad a su universo intransferible cuaja en una película que es una zambullida sin escafandra en los lodazales del resentimiento español, ese payaso que ríe y llora sobre el cadáver de un sueño asesinado por él mismo, mientras se le derrite el maquillaje.
—En esta película están mis pesadillas, están mis angustias personales, está ese complejo de culpa que me persigue desde la infancia y me dice: «Algo hicimos o algo hice yo en el pasado que no estaba bien». Y llega un momento en que descubro que lo que me obsesiona es una especie de tragedia clásica, a la que sólo puedo exorcizar hablando de ella, atreviéndome a ponerla sobre la mesa, como un niño hace con sus juguetes, antes de revolverlos. No pretendía tanto hablar para los demás como para mí mismo, con el fin de descubrir qué es lo que me preocupa. Sin olvidar, claro, que tenía que ser, precisamente, una comedia, que es el género que a mí me salva y me purifica. Llega un momento en que decides que tienes que contar las cosas tal y como las ves, de la forma más sincera y honesta posible, sin miedo a ser malinterpretado. De algún oscuro modo, soy como el payaso triste de la película, el personaje interpretado por Carlos Areces. Soy un tío que ha elegido como profesión entretener y hacer reír a los demás y que, para ello, se disfraza de director y de comediante; pero no creo que yo sea un tío gracioso, como dice el personaje de mi película. Me esfuerzo por aparentarlo, y creo que es bueno y me ayuda un montón, pero...
—Digamos que usas el humor como terapia.
—O como escudo... O como arma. Yo creo que Dios es bueno y nos ha dado el humor para sobrevivir al dolor. De lo contrario, esto sería un infierno.
—«Todo hombre mata aquello que ama», escribió Oscar Wilde, en frase célebre y terrible. Y de esto creo yo que trata, a la postre, la película. Los españoles amamos mucho a España, cada uno a su particular manera; el drama es que, aunque España pueda querernos a todos, nosotros queremos a España en exclusiva y nuestro amor es incompatible con el del otro. De modo que acabamos matándola «porque era mía».
—Exactamente eso es lo que cuento en Balada triste . Los protagonistas no se matan entre sí por ambición o por codicia o por envidia, sino porque los dos quieren lo mismo, pero de maneras distintas. Entonces, incapaces de llegar a un acuerdo, terminan destruyendo el objeto amado, aunque para ello tengan que envolverlo en la bandera de España. A mí me parece una terrible injusticia que tengamos que vivir en una especie de bipolaridad continua y me parece terrorífico que nos veamos abocados a ello. No tiene por qué haber dos Españas. ¿Por qué no hay cuatro, o cinco, o diez? «Yo soy contra quien estoy», es la definición del español. Esto es algo que me quita el sueño y me angustia. ¿Es que no nos damos cuenta de que el otro va a estar ahí siempre, aunque lo asesinemos una y mil veces? Entonces, ¡por el amor de Dios!, lleguemos a un acuerdo.
—Y ese odio atávico pruebas aquí a esperpentizarlo, a tornarlo grotesco, aunque duela.
—En sí mismo es grotesco, como un circo chirriante y absurdo. En esta película, por ejemplo, saco el asesinato de Carrero Blanco, que es uno de los momentos más angustiosos de mi infancia, cuando por primera vez percibí esa ultraviolencia silenciosa que nos reconcome a los españoles: había quienes lo celebraban con champán y quienes estaban dispuestos a organizar una nueva guerra. Y esa angustia me la sigue despertando nuestro presente. ¿Por qué estamos tan enfrentados, Juan Manuel? ¿Por qué no nos reconciliamos de una maldita vez? ¿Por qué hay otros países que tienen, como nosotros, liberales y conservadores, y donde, sin embargo, la situación no está tan enconada? ¿Por qué nadie da la razón al otro nunca, sistemáticamente, pase lo que pase? Ocurre una desgracia que afecta a todo el país y, en vez de unirnos, buscamos la manera de convertir esa desgracia en un problema del contrario. Ojalá nos uniera el sufrimiento, como al final les ocurre a los personajes de mi película, porque hay veces que ni siquiera eso: hasta en el sufrimiento queremos echarle la culpa al otro. Hay un momento esperanzador en Balada triste ..., el único en que los personajes se miran a los ojos, no para matarse, sino para darse cuenta de que los dos son iguales, de que los dos han cometido el mismo error y de que los dos han destruido la posibilidad de ser felices para siempre. Tal vez el dolor llegue alguna vez a unirnos. En el dolor compartido hay una posibilidad de salvación.
—Hay un momento brutal en la película, pero a la vez catártico, balsámico, en el que el payaso triste, pegando patadas a las calaveras de la cripta del Valle de los Caídos, dice: «Rojos, fachas... Aquí están todos. Es lo que tiene la muerte: une mucho».
—Esa es, precisamente, la clave de la película. Si la felicidad no nos va a unir nunca —porque no creo que seamos lo suficientemente inteligentes como para eso—, que al menos nos una el dolor. Todos tenemos un padre o un abuelo que murió en la Guerra Civil. Tenemos que superar eso hablando de ello, sacándolo a flote, para darle una patada a la calavera y decir: «Esto ha ocurrido; vamos a intentar solventarlo. Vamos a intentar mirarlo con dignidad, vamos a limpiarlo al menos».
—¿Eres consciente de que, al hacer en Balada triste... con el Valle de los Caídos lo que Hitchcock hizo con el monte Rushmore, vas pisar muchos callos?
—Es el final que necesitaba la historia. El Valle de los Caídos representa —¿cómo decirlo?— el clímax de esa especie de cuchillo que tenemos clavado dentro. Es el símbolo que, de una manera o de otra, duele, duele, siempre duele.
—A algunos les gustaría derribarlo. Pero después de tu película...
—Es que yo no creo que el Valle de los Caídos deba ser derribado. Hay treinta y cuatro mil personas enterradas allí. Tenemos que reflexionar sobre eso; tenemos que recuperar ese pasado que gime y dignificarlo.
Ese pasado que gime se exorciza en esta película grandiosa y vehemente que es Balada triste de trompeta. Aún no la ha estrenado y Álex de la Iglesia ya ultima los preparativos para el rodaje de la siguiente, que se titulará socarronamente La chispa de la vida. ¿De dónde sacará tanta energía este ex-gordo inagotable y genial? Tal vez del amor, milagro o cataclismo vivificante que trastorna nuestras rutinas.
—Y todavía tienes fuerzas para presidir la Academia de Cine. ¿Es que no sabes que el cine español es la diana predilecta de todos nuestros odios cainitas? ¿No temes morir acribillado entre el fuego cruzado?
—Bueno, afortunadamente tenemos ahora a los controladores aéreos, que diversifican la oferta. Gracias a ellos, hemos repartido un poco el odio.
Y sonríe socarrón, con esa sonrisa de conmovedora y atribulada humanidad tras la que esconde muy pudorosamente sus angustias.
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