Hubo un tiempo —tampoco hace tanto— en que cuando un extranjero robaba a un país información confidencial que podía poner en peligro la vida de sus tropas —o de cualquiera de sus nacionales— se le juzgaba y —de ser declarado culpable— se le condenaba a muerte. El delincuente Julian Assange reuniría todos los requisitos de una pena felizmente superada. Y si en lugar de estar atacando a una democracia como Estados Unidos, lo estuviera haciendo con una tiranía como China o un régimen autoritario como Rusia sus horas estarían contadas —o hubieran dejado de contarse hace tiempo. Dada la ayuda que Assange ha ofrecido a lo largo del tiempo a aquellos contra los que Estados Unidos sigue librando su guerra contra el terror, nada impediría que se le aplicase lo prescrito para enemigos en tiempo de guerra. Abraham Lincoln creó —y George W. Bush empleó— el estatuto de enemigo combatiente. Quizá Assange fuese hoy un candidato a pasar por el Guantánamo que Obama iba a cerrar y cuyo finiquito no se vislumbra aún.
Assange ha recibido el amparo de varios medios internacionales de renombre. Lo que estamos leyendo no es tan grave a corto plazo —en términos de vidas humanas— como lo filtrado en el pasado, cuando puso en riesgo las vidas de los afganos e iraquíes que apostaron por ayudar a Estados Unidos a construir un nuevo país. Pero sí hace revelaciones graves. Un ejemplo entre muchos: Estados Unidos ha buscado la ayuda del dictador yemení, Ali Abdula Saleh, para atacar las bases de Al Qaida en su país y la ha recibido. Como quiera que Saleh pretendía mantener la ficción de que la represión la estaban realizando los yemeníes sin ayuda externa, juzguen ustedes dónde queda una operación clave en la lucha de Occidente contra Al Qaida. Pero eso, a Assange le da igual. ¿Y a quienes le sirven de altavoz?