EN España, decía Benavente, se perdona el éxito sin mérito y el mérito sin éxito, pero el mérito con éxito resulta insoportable. Quizá por eso la figura de José Mourinho despierta tanta inquina en una opinión pública a la que le irritan los triunfadores que no piden perdón por salirse de la imperante mediocridad. Se le detesta por arrogante, que lo es mucho, porque a las sociedades grises les molestan los tipos que colorean su personalidad. Aquí podemos encumbrar en cualquier ámbito a un vanidoso hueco o a un fatuo charlatán orgulloso de su trivialidad —señalen ustedes mismos a quien gusten— pero un ganador con motivos para sacar pecho resulta insoportable a la mayoría. A los que triunfan les exigimos humildad mientras somos tolerantes con los presuntuosos especializados en coleccionar fracasos.
Oriana Fallaci tituló «Los antipáticos» uno de sus más célebres libros de entrevistas, no porque los entrevistados resultasen hoscos o desagradables sino porque se trataba de gente orlada por el aura de un éxito social o profesional que les granjeaba de inmediato la animadversión y la envidia. Mourinho podría estar en cualquier lista de gente odiosa por respaldar su inmodestia con una deslumbrante hoja de servicios. Tiene el defecto de no ser hipócrita: le gusta ganar, detesta perder y no le importa que se le note, y sabe que está por encima de la media; es refractario a la envidia y no trata de disfrazarse de modesto para obtener el indulto popular a base de pasar inadvertido. En el mundo del fútbol destaca porque tiene un discurso complejo y bien elaborado, domina la escenografía, conoce las claves del espectáculo y las utiliza como arma táctica con sobreactuaciones calculadas. A diferencia de Cristiano Ronaldo, que es un portento al que estropea su competitivo narcisismo, Mou es ególatra pero no egoísta; obsesionado con la victoria sabe que ésta sólo llega por caminos cooperativos. Su liderazgo es de perfil alto, de aristas duras, de claroscuros intensos. Es la clase de dirigente que se necesita en circunstancias difíciles, cuando se requiere de alguien que no se esconda ante las adversidades ni tenga prioridad por caer simpático. Si fuese político le costaría reunir mayoría absoluta pero sería el tipo de líder idóneo para fajarse ante una crisis de desgaste intenso. Asume los riesgos, maneja los tiempos, diseña estrategias de largo alcance y toma decisiones sin arrugarse ante los costes de la popularidad. Se equivoca como todos y es malo cuando busca excusas, pero su índice de eficacia es incontestable. Y sin ser un ilustrado se explica con una fluidez retórica superior a la de la mayoría de nuestros culiparlantes diputados.
Pero, ay, no trata de hacerse perdonar el éxito. Por eso le están esperando en la derrota; cuando le llegue, quizá pasado mañana, se va a enterar de lo ventajista que puede ser un país envidioso.