EL otro día tuve la oportunidad de ver la película Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia, que se estrenará en salas comerciales el próximo mes de diciembre; y, coincidiendo con su estreno, volveré a escribir sobre ella, porque creo que se trata del mayor acontecimiento del cine español en mucho tiempo. Hay creadores de tercera, de segunda y de primera fila; y luego hay escasísimos creadores hors catégorie que a través de sus creaciones explican el tiempo que les tocó vivir y mucho más que el tiempo que les tocó vivir: creadores que, al estilo de un médium, son capaces de convocar los fantasmas que acechan a sus contemporáneos; creadores que, al estilo de un exorcista, son capaces de expulsar los demonios que envenenan el alma del pueblo al que pertenecen; creadores que penetran en la médula misma de ese veneno, allá donde se enviscan las serpientes del odio, para dilucidarlo, para purificarlo, para vencerlo.
Hasta que vi esta Balada triste de trompeta consideraba que Álex de la Iglesia era un creador de primera fila. Pero ahora ya sé que Álex de la Iglesia es un creador hors catégorie; y descubrirlo ha sido una de las experiencias más emocionantes de mi vida: una experiencia arrasadora, temible, estupefaciente, finalmente felicísima. Porque no es que Álex de la Iglesia haya completado una película magnífica, sin lugar a dudas la mejor de su filmografía, en coherencia completa y radical con sus obsesiones más recurrentes y su estilo personalísimo; es que ha hecho algo más —mucho más— que una mera película. Álex de la Iglesia se ha atrevido a nombrar lo innombrable, se ha atrevido a zambullirse en el lodazal donde fermentan los atavismos más pestilentes del alma española y, armado de lejía y zotal, se ha atrevido a limpiarlo sin remilgos, como Hércules limpió los establos de Augias, en un ejercicio de cirugía sin anestesia que sólo está al alcance de un creador genial, único en su especie.
En Balada triste de trompeta Álex de la Iglesia tumba en el diván del psicoanalista el espectro del cainismo español. Pero enseguida descubrimos que lo que habíamos tomado por un diván es en realidad el lecho de un faquir, erizado de púas; y sobre ese lecho del dolor vemos cómo el espectro del cainismo se revuelve furioso, desangrándose como un cerdo en la matanza, dejándose trozos de tripa y de vísceras en cada púa. Y, cuando el espectro del cainismo es ya un gurruño de carne dilacerada, Álex de la Iglesia lo resucita y lo obliga a contemplar su rostro abominable en un espejo: y lo que ese espejo muestra es tan horrible que sólo el llanto histérico o la risa histérica pueden atemperar su visión. Y ese llanto —o esa risa— tienen una eficacia catártica. En alguna ocasión Álex de la Iglesia ha manifestado que todo su cine nace de un fondo de dolor; y que ese dolor encuentra su desaguadero en un humor desaforado, cruel, vesánico casi. En Balada triste de trompetaese fondo de dolor —alimento del verdadero artista— se hace más fecundo que nunca, y cuaja una obra trágica y grotesca, macabra y circense a un tiempo, una obra que parece amasada con la sangre de Quevedo y Gutiérrez Solana, Goya y Berlanga, Valdés Leal y Ramón Gómez de la Serna, después de que alguien los hubiese arrojado juntos a la jaula de los leones. Álex de la Iglesia ha completado una obra para la eternidad; yo no sé si los españoles de hoy la reconocerán, porque a nadie le gusta contemplar su rostro abominable en un espejo, pero sé que dentro de cien o de mil años la seguirán viendo con sobrecogimiento y admiración.
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