Uno, a veces, a esta edad que es la mía, se siente como un emparedado. O, por utilizar una imagen más clásica, como un puente entre la generación de los padres, que nos transmitieron un código moral, una disciplina vital y a menudo, benditos sean, una alegría de ser, amar y recibir, y la generación de los hijos, a los que deberíamos transmitir eso mismo, sólo que actualizado. Con un ritmo metálico y confuso que suene a renovada sintonía, pero en esencia idéntico. El domingo pasado, mi hija Laura empezó la catequesis y oyó, maravillada, su primera homilía. Para mí, fue volver a mi pasado.
Pocos minutos antes de la misa, recorrimos la iglesia y sus altares. Nos paramos en uno dedicado a las ánimas. Como ya tengo algunas camino de algún cielo, encendimos dos velas, vivas como dos llamas. Más tarde, le pusimos un cirio a San Antonio, y le expliqué que es fama que ese santo ayuda a encontrar cosas. Ésas que en el trasiego de los años, ella con ocho y medio y yo ya en el umbral de los cincuenta, hemos ido cediendo o extraviando. Ella quizás pensó en algún juguete, y yo en los entresijos del olvido. En ese tiempo firme, de verbo conjugado, en que no daba nada por perdido.
Hace mucho que vivo consagrada a mí misma. Bueno, y a los demás, si me precisan, pero anclada en mis propios rituales. Uno, si no es de piedra, tiende a amasar su estrella, su saber, su palabra y su liturgia. Pero hay algo en el templo, aun en el más humilde, que te aleja y te salva de ti mismo. Que te convierte en algo que te eleva y trasciende. Y en razón que no sabe, pero entiende. Que sopla por tus huesos como una dulce flauta, o como un enigmático instrumento, o como un misterioso interrogante. Cuya respuesta, breve y cegadora, quizás me encuentre en misa un domingo de Adviento.