ANTONIO Machado Ruiz andaba por la edad de Cristo cuando se enamoró en Soria de Leonor Izquierdo Cuevas, de trece años a la sazón. Esperó un par más para desposarla, pero esa cautela no lo libró de una cencerrada brutal. Los escasos versos en que evoca a Leonor son casi todos posteriores a la temprana muerte de la muchacha y de una asombrosa castidad. No hay siquiera un beso en ellos, apenas una invitación a pasear agarraditos de la mano, lo que contrasta con el moderado erotismo de las canciones a Guiomar, nombre en clave de su amor otoñal (y adúltero), la poetisa Pilar Valderrama.
El amor de Machado por Leonor no fue platónico, pero aquél era consciente de que su situación se prestaba a la censura social, y la luz del entendimiento le hizo ser muy comedido mientras duró su breve matrimonio y aún después. Hoy resulta difícil entender las razones de su pudibundez literaria. Han ido cayendo todos los tabúes, salvo el que don Antonio aparentemente rompió. Ahora bien, una chica de trece años, en la España de 1907, podía ser perfectamente núbil. La cencerrada que amargó las bodas del poeta no se la dieron por pedófilo, sino por mozo viejo que casaba con mocita, escamoteándola a los posibles pretendientes más jóvenes.
Es verdad que hace un siglo los nacimientos ilegítimos eran mucho más numerosos en España que lo que podríamos suponer. A los extranjeros curiosos, esta circunstancia les escandalizaba o les divertía (como a Brenan), pero no dejaban de referirse a una rígida economía moral del pueblo español, cuyas expresiones —la cencerrada, por ejemplo— funcionaban de acuerdo con una legalidad ritual y tácita. En los años sesenta del pasado siglo proliferaron en Europa los estudios académicos sobre la cencerrada o charivari, justo cuando la moral tradicional se deshacía a consecuencia de la revolución de las costumbres. Los magníficos trabajos al respecto de E.P. Thompson, Natalie Zemon-Davis, Carlo Ginzburg o Julio Caro Baroja destilan, quizá a pesar de sus autores, cierta nostalgia por aquel orden que desaparecía.
Y es lógico. La llamada liberación sexual, como ha observado Jean-Claude Milner en un feroz alegato contra el progresismo contemporáneo (La arrogancia del presente, Manantial, 2010), no se plasmó en derechos individuales efectivos, sino en mera permisividad que no sólo dejó incólume el poder del Estado, sino que lo fortaleció, arrebatando a la sociedad sus tradicionales recursos censorios. Hoy somos mucho menos dueños de nuestros cuerpos y de nuestros deseos. El Estado legisla sobre la humanidad del feto humano, sobre la sexualidad de los escolares o sobre lo que debemos meter en los pulmones. La exploración de los límites de lo permitido se mueve entre la pornolalia de unos y el puritanismo totalitario de quienes reclaman de los gobernantes la castración civil (o física) de los pecadores de boquilla. ¿Zafiedad? Más bien estupidez de granja donde a los bichos se les tolera aparearse a discreción mientras tiren del carro. Ovejas, pollos y cerdos de Orwell. Estado de Permiso frente a Estado de Derecho, y escándalos televisivos sin alegría o con alegría-macarena, que viene a ser lo mismo de aburrido y fundamentalmente avícola.