Noche 523: los Meño ya duermen en casa
El joven en coma por un fallo anéstesico volvió con su familia a Móstoles tras 17 meses de protesta
Ensalada y filetes. Esa fue, anoche, la cena de la familia Meño Ortega en su casa de Móstoles. La primera, por fin, después de 522 días. Son, uno detrás de otro, los que han vivido en el chamizo-protesta de la plaza de Jacinto Benavente para pedir la justicia que no les llegaba por el caso de su hijo Antonio, en coma vigil, como todos ya saben, desde el 3 de julio de 1989 por un fallo anestésico cuando se operaba de una rinoplastia en la clínica madrileña de Nuestra Señora de América. Tras la cena, que les llevó su nuera Lourdes, a la cama. A descansar. La noche 523 ya en casa.
Tras la sentencia del Tribunal Supremo, del pasado miércoles, la vida de esta familia dio un vuelco. El fallo reconocía, después de 21 años de lucha en los tribunales, que había habido una «maquinación fraudulenta» en el proceso judicial. Hay dos posibilidades. O llegar a un acuerdo sobre la indemnización, bien merecida, o se reinicia el juicio desde el principio pero, esta vez, con el testimonio, valiosísimo, de un médico, el doctor Ignacio Frade, que el día de la operación de Antonio estaba como aprendiz en el quirófano y declaró, ante el Supremo, que sí había habido un fallo en la anestesia y no un vómito del paciente durante la intervención.
Con la alegría del fallo, Juana y Antonio, los padres del joven que ahora tiene 42 años, no sabían si recoger o no su tenderete de la protesta. «No queremos que se olviden de nosotros», decía Juana, una mujer íntegra donde las haya. Al final, sí. Lo mejor era volver a casa, con el buen sabor de boca de haber conseguido justicia aunque a su hijo ya sea difícil sacarle del coma que, durante este tiempo, le ha deformado todo su cuerpo.
Ayer fue el último día en la plaza de Jacinto Benavente. El día 522. El 523, hoy, ya están en casa. Antonio padre, muy agradecido a los medios de comunicación, nos decía: «No se ha terminado la lucha. Seguimos a por ellos. Estaré detrás del ventanal de mi casa, viendo pasar la vida y la de mi hijo, pero no nos vamos a rendir hasta que esa justicia que se nos ha reconocido se haga realidad».
Cientos de personas se agolpaban a primeras horas de la tarde de ayer en Jacinto Benavente. A las cuatro y media Antonio, nervioso y alterado, entraba en la furgoneta de camino a casa. Aplausos, lágrimas y emoción. El calvario quedaba atrás. Treinta minutos después, la familia llegaba a su domicilio, en Móstoles. El recorrido se había hecho muy despacio. Juana, que había estallado de tanta tensión —«¡Malditos, lo que han hecho a mi niño!»—, abría la puerta de su casa. Todos respiraban más tranquilos.
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