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Columnas / EL ÁNGULO OSCURO

Berlanga

A Berlanga lo traté poco; pero pude descubrir que hablaba de su cine como despistado de su propia genialidad

Día 15/11/2010
LUIS García Berlanga era un genio. Para mí, uno de esos escasos genios que florecen un par de veces por siglo, como milagros inexplicables, rotundos, definitorios de una época. En el cine de Berlanga está nuestra picaresca del Siglo de Oro, está el costumbrismo carpetovetónico, están Goya y Quevedo, Gutiérrez Solana y Ramón Gómez de la Serna, están el surrealismo y el esperpento y la astracanada y el humor codornicesco, en gozoso mogollón, como ingredientes de una amalgama única que sólo el catalizador de su genio podía tornar originales, sin incurrir en el pastiche. Berlanga logró acuñar, con elementos perfectamente reconocibles, un universo ferozmente distintivo, donde lo trágico y lo grotesco se tomaban de la mano y se clavaban las uñas hasta hacerse sangrar, en un maridaje que era a la vez hilarante y patético; y en el que la carcajada se nos quedaba como helada en los labios, aterida como esas criaturas que desfilaban por sus películas: truhanes sin suerte que tenían algo de perrillos apaleados, pobres diablos con ínfulas que acababan lamiéndose las llagas de su miseria, señoritos rijosos siempre a dos velas, señoronas hipócritas que mataban la mala conciencia sentando un pobre en su mesa, una fauna hispánica demasiado familiar, demasiado parecida a nosotros mismos como para tomárnosla a broma.
Y esa es la magia esencial de su humor: había en sus películas un fondo casi fúnebre de gravedad que se resolvía en un aspaviento histriónico, en el que la risa era algo así como el escotillón o salida de emergencia que nos permitía aliviar la tentación del llanto. Porque el tema primordial de sus películas, disfrazado de cachondeos varios, era el desengaño, la decepción, el fracaso; sólo que Berlanga sabía montar, con el luto de nuestras mezquindades y villanías, una cuchipanda formidable, chisporroteante de cohetería y excesos, como un entierro de la sardina que espantase el fantasma de la cuaresma apurando ese vino cárdeno y terminal que queda en el culo de las botellas, cuando la fiesta ya se ha disuelto. Y con ese vino último, un poco agrio y un poco turbio, que espanta a la vez que agiganta la zozobra del vivir, tejió una obra tumultuosa, en la que sus personajes se quitan unos a otros la palabra, como si huyeran embarulladamente de su soledad y desvalimiento, como si quisieran espantar el ridículo cósmico de saberse miserables y frustrados, como si quisieran exorcizar la muerte.
Algunas de sus películas más celebradas las escribió Rafael Azcona, otro genio hispánico e irrepetible; lo que durante algún tiempo propició que se discutiera bizantinamente si debían atribuirse a uno o a otro sus logros, cuando resultaba evidente que eran el fruto de una conjunción natural y portentosa. Berlanga no hubiese sido el mismo sin Azcona, como Azcona no hubiese sido el mismo sin Berlanga; y en este viceversa de genios se cuajó una de las alquimias más arrebatadoras de nuestro cine. A Berlanga, que fue extraordinariamente generoso conmigo, lo traté poco; pero, en lo poco que lo traté, pude descubrir que hablaba de su cine con una suerte de irónico desapego, como despistado de su propia genialidad, desprendido olímpicamente de una obra que contemplaba con alejado alivio, como desde un barco se contempla a la novia llorosa y coñazo que se ha quedado en el muelle, ondeando un pañuelo. Y en este desprendimiento me pareció vislumbrar el rasgo definitivo de su genio, desdeñoso de vanidades y homenajes, que siempre tienen algo de celebración funeral.
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