EL Waterloo de Obama fue recogido en la portada de un periódico de Madrid con el siguiente titular a cuatro columnas: «La movilización de los republicanos obliga a Obama a reinventarse». Al día siguiente, en un periódico gallego, un articulista de fondo lanzaba así sus cohetes de fulminante: «Obama tendrá que reinventarse tras la magnitud de la derrota..., coinciden en señalar los analistas internacionales...»
Es regocijante el fervorín del periodismo carpetovetónico hacia la figura del huero, chirle y hebén Obama, que en sus editoriales regaña unánimemente a los votantes estadounidenses, por fachas. Desde los días del periodismo falangista no se había visto una cosa igual. Obama, cuyo primer «hooligan» español fue Fraga (seguido de Pepiño Blanco, que presumía de haber tenido el buen ojo de no hacer campaña por él para no perjudicarle en las elecciones), ha resultado ser el José Antonio de nuestros progres, que ven en él al doncel de la revolución social, que es la revolución pendiente. La diferencia es que los falangistas eran literariamente muy superiores a sus hijos, los progres, y que José Antonio escribía sus propios discursos, mientras que los de Obama son obra de Jonathan Favreau, Jon Favreau para los conocidos, y para los amigos, Fav, un repelente niño Vicente.
—Estados Unidos de América es un país donde todo es posible (...) y esta noche ustedes fueron la prueba —fue la frase de Fav que encumbró a Obama.
Dos años después, Obama es un pato cojo, lento y vago como los patos de Zola, detrás del ganso republicano. Iba para Septimio Severo, el emperador negro, y va para Jimmy Carter, el chico del maní. Entró en la Casa Blanca tirando por la ventana el retrato de Churchill, viajó a Viena para pedir perdón por no hablar austríaco, volvió a la Casa Blanca en busca de un culo que patear, pateó el culo del general Mcrystal, quiso patear el culo de la Fox y cosechó un encuestón Gallup que ni Nixon en pleno Watergate. Entremedias, el vertido de Bp en el Golfo de México, la alfombra doméstica decorada con citas históricas —una de ellas falsa—, la foto de Camelot con las niñas jugando a Jhon-Jhon en el suelo del Despacho Oval, y en la ventana, como aquellas ardillas que tanto entretenían a Reagan, esa Sarah Jessica Parker diciendo que no tiene en este mundo otro deseo que buscar dinero que llevarle a Obama «para la cultura y las artes», ya que el chico de Chicago que iba para Septimio Severo ha quintuplicado el déficit de su predecesor.
—Pero ha sido por una buena causa —explicaba el otro día un analista español.
Es lo malo de la democracia: los pobres nunca se enteran de lo bueno que los tíos como Obama (¡y las tías como la cursi de Nancy Pelosi, por Dios!) hacen por ellos.