LOS dictadores del buen gusto, los campeones de la urbanidad, los fiscales del dogma, los policías del alma, no se dan un respiro, se emplean sin descanso en detectar, apuntar y denunciar cualquier delito que viole las normas del pensamiento único y la banalidad uniformada. A nuestra ruin escala, los trompeteros del poder creen liderar una revolución cultural que es como la caza de brujas de McCarthy con los objetivos de las purgas de Mao. El mejunje resultante son los sermones catódicos de los torquemadas del tomate. De alcaldes a bufones, nadie está a salvo de la aguda memoria de los patrones de la moral para la ciudadanía. Ni siquiera necesitan un desliz. Les vale un malentendido, que en su caso es que sólo ellos no lo han entendido, para hostigar y señalar de por vida a sus reos.
Dicen que este es un país olvidadizo de gentes amables dispuestas a dar segundas oportunidades. Ahí está Rubalcaba, cuyo caso cuadra con nuestro día de las marmotas. No te crees que pueda estar pasando de nuevo, pero ahí está el hombre, como si no hubiera roto un plato en su vida y todo eso que pasó no fuera con él. Sin embargo, no es la falta de recuerdos sino la memoria selectiva la que combina la prospección de osarios con la ocultación de faisanes. ¿Química? Esto es realismo mágico y mala baba, como la que destilan los primos de zumosol de Moratinos, como la que tiene el testigo de la defensa de Otegi, como la que hay que tener para negarle el saludo a un adversario político y abrazarse con un criminal político.
Mandan y se nota. Piden cabezas, claman y olisquean de nuevo la victoria. Se jalean y se gustan. Les va, aunque la chupa de comisario no haga juego con la tonsura de inquisidores laicos. Es tanta la fe que se profesan, blasonan de una «superioridad moral» tan aplastante que se ponen serios hasta cuando se carcajean del Papa y le exigen que deje el sector de la abstinencia y se pase al negocio del látex. Está por ver que no se hayan cargado la Sagrada Familia, pero creen ciegamente en los milagros de la ingeniería. Son tantas las lecciones morales que han de darnos, tantas las materias (violencia de género, paridad, igualitarismo, sexo canónico, protocolo en desfiles militares, multiculturalismo, alianza de civilizaciones...), que se les va en ello el cargo, la regalía y la fuerza. Ni saben que hay ochocientos mil pobres y pobras, personas sin recursos, que dicen, cuya única esperanza es la Iglesia, la de la casilla que ignoran y de la que depende la red asistencial que sustenta el Estado del Bienestar, del que ellos hacen discurso.
Aquí, mientras los sexadores de lágrimas dan la brasa, religión, familia y economía sumergida (ilegal o sin papeles, según se mire) evitan el estallido social de la miseria. La Iglesia que combaten y la familia que niegan son los asideros de las masas; no los sindicatos ni las oenegés para el fomento del turismo en el desierto. Y la economía sumergida, lejos de ser una de las formas más salvajes del capitalismo se ha convertido en un estraperlo de la subsistencia en un país con más clientes potenciales de los microcréditos de Vicente Ferrer que de los bonos del Tesoro y de la Generalidad. Pero nada les arredra, ni siquiera que lo suyo sea, en el mejor de los casos una cruzada con linchamientos colaterales.