Aquí de eso no se habla, pero no tardará en hablarse.
Porque en privado, ya se hace. Una de las peculiaridades de la sociedad española es que sus protagonistas más visibles —políticos, empresarios y periodistas— se expresan de forma muy distinta en el bar, en casa o entre amigos, que en los escaños del Congreso, las ruedas de prensa o las páginas de los diarios.
De la misma forma que cambiar de nombre a las cosas no modifica su naturaleza, evitar mencionarlas tampoco impide que se conviertan en un problema y nos amarguen la vida. Las preguntas sobre la inmigración, que ahora se hacen en voz alta los alemanes y en cierta medida los franceses, terminarán planteándose en todos los países de la UE.
Nadie se atreve todavía a escribir, como ha hecho el alemán Thilo Sarrazin, que hay demasiados inmigrantes y buena parte de ellos —los musulmanes— de «procedencia inadecuada». Tampoco, a proclamar como la canciller Merkel, que el multiculturalismo ha fracasado y llega la hora de poner el énfasis en la «selección» del personal. Aunque en otras latitudes, la polémica no se haya formulado aún de forma tan explícita, todo se andará.
Aquí, lo fácil, lo común es descalificar con epítetos como «cripto fascista», «racista» o «xenófobo» a cualquiera que ose plantear hasta la necesidad de discutir sin remilgos sobre el tema, ignorando que trasciende a la división entre derecha e izquierda y penetra hasta la raíz en la militancia de todos los partidos políticos.
Nunca hubiera imaginado que la linda y tolerante Holanda votaría con tanto entusiasmo al rubio Geert Wilders; de una esquina a otra del Viejo Continente crecen las voces de los que afirman que la mezcla del Estado del Bienestar con la política de «puertas abiertas» terminará haciendo explotar la olla exprés.