El puro

Con la avalancha de medidas antitabaco que se avecina, lo que tendría que hacer Miguel Ángel Revilla no es ya dejar el puro convenientemente apagado, y no humeando en una repisa, antes de entrar en el Parlamento cántabro, sino directamente dejar de fumar. Claro que para eso tendría que hacer gala de una fuerza de voluntad y un amor al prójimo que hasta ahora sólo le conocemos en forma de lata. Como ésas son prendas que no se le pueden pedir a un político, vamos a pasar por alto los vicios del presidente, que son asunto propio, y a pedirle tan sólo un poquito de cortesía.

Que un simple puro haya desatado toda una polvareda era cosa previsible, porque la propia palabra da mucho juego. Al cigarro puro, el nombre le viene de su pureza, de su consistencia exenta de mezclas, y «puro» es como se llama al que procede con desinterés en el desempeño de un empleo o función. También se usa este vocablo, de forma coloquial, para designar la bronca, chorreo o sanción formal que te cae, a poco que te descuides, cuando al baranda de turno se le tuercen los planes. Así es que ya ven que hay puros y puros, y que siempre es preferible tener uno a mano a que te lo metan.

En la España actual, los puros más notorios son los que se fuma Rajoy, a quien al parecer, en palabras de José Blanco, «se le ve el plumero». Como también se considera «puro» al hombre casto y ajeno a la sensualidad, a lo mejor lo que quería resaltar el ministro de Fomento, tan directo que el alma se le pinta en la cara, es el carácter ambiguo, condescendiente y poco amigo del cuerpo a cuerpo del líder de la oposición.

Y, mientras el país se va apagando como un puro que ya nadie aspirara, nosotros a seguir alzando espumas. A derrochar las fuerzas que nos quedan en debates estultos sobre morros y plumas.