Tarek Aziz es el icono perfecto de los defensores de la abolición de la pena de muerte más estereotipados: un político que era la imagen civilizada de su régimen, el hombre cosmopolita al que yo tuve ocasión de ver el 7 de enero de 1991 en Ginebra, después de su última y frustrada entrevista con James Baker para intentar evitar la guerra. Su frialdad y arrogancia demostraban cuán poco le importaban las muertes que se adivinaban en el horizonte. Hubo guerra, Irak fue derrotado y Aziz siguió en el poder. Tenía razones para ser así de prepotente.
El 2 de marzo de 2009 Aziz fue declarado inocente en su primer juicio en Bagdad. Se le acusaba de la muerte de 40 mercaderes que fueron ejecutados sumariamente por el régimen en 1992 bajo la acusación de alterar el precio de los alimentos. Ya sabíamos que a Aziz le quedaban otros juicios, mas no pude entonces evitar pensar una y otra vez en qué país árabe se podría haber dado un juicio como éste, en el que un régimen instalado tras un baño de sangre consintiera que uno de los más representativos gobernantes de la etapa anterior se enfrentase a la Justicia y saliera vencedor. En la política árabe la venganza no es ni siquiera un plato que se sirva frío. Se sirve ardiendo y produce una enorme satisfacción en quienes la ejecutan.
Año y medio más tarde Aziz y otros cuatro dirigentes de la dictadura trakrití han sido condenados a muerte por la persecución religiosa a la que sometieron, de manera específica, a la comunidad chií —la mayoritaria del país.
Quienes defienden la abolición de la pena de muerte se equivocan si creen que por unirse en el caso de Aziz el que la víctima sea la cara menos impresentable del régimen de Sadam con un régimen fruto de la invasión norteamericana van a poder obtener réditos. Sería bueno abolir la pena de muerte, mas mientras exista, pocos la merecen más que Aziz