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ABC Cultural

Ciudadano Zuckerberg

E. RODRÍGUEZ MARCHANTEANTONIO WEINRICHTER

LA RED SOCIAL HHHH

Dirección: David Fincher. País: EE.UU. Año: 2010. Duración: 122 min. Actores: Jesse Eisenberg, Justin Timberlake, Andrew Garfield, Max Minghella

En la primera escena, una pareja de jóvenes habla, discuten entre ellos, y él, con esa expresión de lelo que a veces tienen los genios, maneja un lenguaje desacompasado con su cabeza o con la nuestra: es alguien que sufre por hacerse entender... La primera impresión que deja David Fincher, el director de «La red social», de su personaje, Mark Zuckerberg, se corresponde con la última como las dos tapas de un sándwich. Al comienzo le dice su novia: «Vas por la vida creyendo que no le gustas a las chicas porque eres un cerebrito antisocial, pero no es por eso, es porque eres un gilipollas»... Y al final, le dirá otra chica: «No eres un gilipollas, Mark, aunque haces grandes esfuerzos por parecerlo»... Entre estos dos momentos de pan con una dura corteza está el doble relleno: el potencial creador y el potencial destructor del hombre (un chaval) que se inventó Facebook, que es esa red social con unos quinientos millones de «amigos», cuya peripecia cuenta ahora Fincher (el director del claroscuro, del zen sórdido, del hacha suave, el director de «Seven», «El Club de la lucha» o «Zodiac») con el dedo puesto en el pulso vital y social de alguien incapaz de (re)tener a uno sólo de entre esos quinientos millones.

La estructura narrativa que propone Fincher para contar esta historia, una especie de biopic untado con curare, es magistral: se enlazan y confluyen dos tiempos, el pasado en proceso de composición (cómo y dónde se urdió Facebook) y el presente en proceso de descomposición, con el alma de Zuckerberg debatiéndose entre las ganancias y las pérdidas... Terrible retrato de un Charles Foster Kane con granos y camiseta cuyos intereses y anhelos son una incógnita, pues no apuntan al dinero o al poder y ni siquiera se presiente en él un «rosebud» que justifique las ansias de situarse en el centro del mundo en un tipo al que no invitaban a las fiestas exclusivas de Harvard.

Y es magistral la estructura narrativa porque no sólo enlaza tiempos, sino también puntos de vista y de moral: la historia, el pasado, nos lo cuentan los ojos que rodearon a Zuckerberg, es decir, aquellos que rellenan las cunetas de su trayecto hasta la cima. No hay promoción ni del personaje ni de su obra, no hay tesis ni antítesis, no se enjuicia ni se sentencia, acaso Fincher les cambia el movimiento y la voracidad a sus piezas de ajedrez y el peón se come al rey, el alfil se mueve como un caballo y hasta se le cuela en el tablero un joker, papel que interpreta el diablillo Justin Timberlake. Por lo demás, el protagonista, Jesse Eisenberg, se parece al personaje real hasta en el apellido.

PAN NEGRO HHH

Dirección: Agustí Villaronga. País: España. Año: 2010. Duración: 108 min. Actores: Eduard Fernández, Laia Marull, Sergi López, Francesc Colomer, Marina Comas, Nora Navas

El mallorquín Agustí Villaronga no se prodiga demasiado como realizador y puede decirse (además de intuir que, seguro, él no está muy contento con eso) que el cine español es más pobre por ello. Dueño de una insobornable mirada propia, presidida por una concepción de la infancia y primera juventud como un espacio y un tiempo muy distintos al paraíso más o menos perdido de la inocencia con que se suele representarlas, Villaronga es notable por traer a su terreno proyectos de cuya génesis no es enteramente responsable. Recuérdese al respecto su último título (que ya tiene ¡ocho! años y que por fin ha salido en dvd), dirigido a seis manos, Aro Tolbukhin: hoy aparece como un ejemplo precursor de ese mestizaje de ficción y textura documental que arrasa en el cine-de-festival pero al final conducía a lo que podríamos llamar la escena primaria de Villaronga.

De igual modo, «Pan negro» parte de diversos textos de Jordi Teixidor, aún más, se inscribe en el género del cine español de la guerra civil y sus secuelas: pero como su anterior «El mar», acaba trayendo el relato a su terreno. A saber, la creación de una atmósfera turbia que se superpone a la negrura de una posguerra entre vencidos, el retrato de una familia disfuncional, y la corrupción de la inocencia de la pubertad. Entre las novedades, la vigorosa puesta en escena (que dispensa a la cámara del trípode) y, otra más curiosa y perversa, lo bien que se ajusta la película al modelo (de «El espíritu de la colmena» a «La lengua de las mariposas») sin dejar de ser inconfundiblemente suya. Quizá Villaronga ha aprendido (a la fuerza) que no están los tiempos para ir de artista: la voluntad de estilo, o las obsesiones propias, hay que pasarlas de contrabando. Como en la posguerra misma.

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