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Morir en letra pequeña

Mientras hablábamos de la huelga se nos desangraba la memoria de tantas tardes de cine con Penn y Tony Curtis

Día 02/10/2010 - 04.20h
DICEN que uno se hace viejo cuando se le empiezan a morir quienes fueron sus profesores, sus maestros, sus referencias de juventud, y lo van dejando poco a poco en la primera línea de fuego. Sucede también con los actores, los músicos, los cineastas y demás señas de identidad de esa época en que se van formando el gusto y la conciencia; cuando desaparece el autor de la banda sonora de nuestro primer beso o el protagonista de aquella película en la que nos tembló el corazón. Esta semana, mientras en Celtiberia nos dábamos garrotazos —en demasiados casos literalmente— a cuenta de la huelga general, en América se han muerto Arthur Penn y Tony Curtis y se nos ha quedado un poco más huérfana la mitología adolescente, como si hubiésemos enterrado bajo el árbol de la memoria las pipas que comíamos viendo «Espartaco» en sesión de tarde o los cubatas que bebimos discutiendo sobre la violencia de «La Jauría humana» y «Bonny & Clide». Qué guapa estaba Faye Dunaway, por cierto.
Tony Curtis era un muchacho muy guapo —demasiado, decían, para ser buen actor— que tuvo el privilegio de besar a Marilyn —en «Con faldas y a lo loco»— y no le gustó. El gran Lawrence Oliver lo miraba con ambigua lascivia en un baño romano mientras se fraguaba la rebelión espartaquista, pero esa escena la hurtó la censura (la americana, que en todas partes cocían habas puritanas) y sólo pudimos verla muchos años después. Dicen que Elvis le copió el tupé y que bebía fuerte para endurecerse la voz. En la tele de los setenta le vimos componer con Roger Moore una extraña y divertida pareja de detectives elegantes y amanerados. Pero se casó seis veces, y todas con mujeres deslumbrantes; hizo de vikingo, de trapecista y de estrangulador de Boston, y siempre aparecía, de un modo u otro, en las tardes de los domingos de una generación de sueños amputados.
Arthur Penn, en cambio, no fue popular; rodó poco, aunque selecto, y era eso que se llama un director de culto. Le arrancó a Marlon Brando una de sus mejores creaciones en una película excepcional sobre la furia gregaria y demagógica —«La jauría humana», con un jovencísimo Robert Redford— y en «Bonny & Clide» le sirvió a Coppola el modelo visual de los tiroteos de «El Padrino». Los cineclubs del tardofranquismo le deben muchas tertulias sobre las secuelas morales de su plástica de la violencia y sus forajidos estilizados, mucho antes de que apareciese Tarantino. Su cine hacía preguntas incómodas y no daba respuestas, pero nos las imaginábamos, y casi siempre eran correctas.
Estábamos todos aquí hablando de la huelga y otros efectos cuando esos dos grandes, grandes de verdad, se han muerto en las páginas de atrás de los periódicos y en las colas de los telediarios. En esa letra pequeña es donde se pierde como desangrada la memoria sentimental del tiempo que no vuelve.
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