La casa de Washington, allí, al fondo, roja y blanca, sostiene el paisaje de Mount Vernon.
Las hojas de los tuliperos de Virginia, cuyos troncos tienen los rombos de la piel cuando envejece, caen por delante, como mariposas desmayadas de colores ocres.
Aunque está dentro de un bosque, delante de la casa se abre el pasillo ancho de una pradera que luego baja y sube al fondo, donde aparece una suerte de réplica en pequeño, como cuando alguien se mira de lejos en el espejo. Emociona el despacho del escribiente de W., junto a la cocina, la lavandería y la sala de ahumados, todas ellas independientes y comunicadas por caminos con tejado.
Puede que la escritura sea otra fuerza de la Naturaleza, mayor aún que la de la gravedad, que si bien no puede ralentizar la velocidad de rotación de la Tierra, sí puede hacer la escritura que gire el mundo siendo de otra manera. Y así Washington, desde una granja hermosísima como ésta, cambió con sus cartas, escritas desde aquel despacho rodeado de animales y sembrados y huertas de arriba y de abajo, el girar de la Historia.
La casa desemboca en el río Potomac, donde se ahoga la mirada en el llanto de la belleza, con ese gran porche hacia el Este, tan alto que el sol llega a todas las ventanas, y resguarda solo de la lluvia, si cae vertical desde el cielo; y allí, moviéndose vacías, las mecedoras de los Padres de la Patria. El porche hubo que sostenerlo con quillas. La casa está hecha con bloques de madera pintados con arena para que parecieran piedras. Pero columna aparte, merecerían las señoras que enseñan la casa de W., con su botella de agua y su paraguas, anunciando que lloverá en cualquier momento, como luego hizo, compartiendo el cielo la pena de irte del lugar donde te sientes como si alguien que te esperaba hace tiempo, se despidiera como los árboles de sus hojas, mientras te marchas.
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