Los liberal-demócratas fueron la gran sorpresa en las últimas elecciones británicas y ello por méritos propios y ajenos. Tony Blair había llegado a Downing Street con un programa que reconocía el fin de una época, representada por partidos laboristas dependientes de votantes obreros y de la estrecha colaboración con sindicatos de clase, unos partidos que aspiraban a aumentar hasta el infinito las prestaciones sociales del llamado «Estado de Bienestar». Por el contrario, el nuevo laborismo reconocía que gracias al desarrollo de las últimas décadas el votante había que buscarlo entre una clase media educada y abierta. Brown rectificó el reformismo blairista empujando a esos votantes de clase media hacia nuevas opciones. Nick Clegg supo recogerlos y ofrecerles una alternativa de izquierda acorde con los nuevos tiempos, más próxima al progresismo de Obama que al sindicalismo británico.
Los lib-dem forman parte de un gobierno de mayoría conservadora que está actuando con inteligencia y contundencia para sacar al país de la recesión, pero que aplica medidas muy alejadas del ideario progresista enarbolado por Clegg. En un tiempo muy breve se han convertido en un partido de gobierno, pero a costa de difuminar su propia identidad. Además, si los resultados acompañan al Gabinete, el riesgo de que los dividendos se queden en el entorno conservador son grandes.
De la misma forma que los lib-dem crecieron gracias a los errores laboristas, su futuro puede depender también de ellos. Si estos últimos retoman el reformismo de Blair, las huestes de Clegg se pueden encontrar de nuevo ahogadas entre las dos grandes formaciones políticas. Si, por el contrario, la vieja guardia se hace con la dirección laborista, los lib-dem estarán ante la oportunidad histórica de convertirse en el partido mayoritario de la izquierda. Pero para ello necesitan salir de un gobierno conservador que les puede pesar como una losa.