El modo en que la comisaria europea Viviane Reging comparó implícitamente la política francesa de expulsión de gitanos rumanos con las deportaciones de la Segunda Guerra Mundial pudo estar alejada de la mesura o dar lugar a malentendidos. El presidente de la Comisión lo reconoció así y ella misma pidió disculpas pero, desde luego, no quita un ápice de verdad a la preocupación de fondo: que estas medidas chocan con las leyes europeas y con el principio básico de que deben referirse a personas concretas, a su situación legal en un momento determinado, y no a grupos étnicos o de otra naturaleza hasta el punto que, desvelado el procedimiento real ordenado por Sarkozy, el Gobierno francés ha tenido, aunque sea formalmente, que corregirlo. Resulta triste que haya sido este, además, uno de los pocos asuntos en los que, sin otras consideraciones ni detalles, hayan coincidido en España Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy.
Reding se ha convertido en una cortina de humo para confundir las cosas en beneficio de la demagogia. Es evidente que hace falta una política de inmigración y que esta puede ser más o menos dura. Es también indudable que los gobiernos se enfrentan a obligaciones respecto a la seguridad y la salud pública que no pueden arrumbar. Pero es impensable que en la Europa del siglo XXI se dicten medidas no referidas a ciudadanos concretos, ajustadas a la legalidad, sino a grupos étnicos tomados como tales, asunto que, se quiera o no, recuerda algunas actitudes que, para que no se repitieran —se nos dijo— nació el largo proceso de integración europea. Sarkozy ha reaccionado, en contra de las viejas tradiciones francesas, porque tiene problemas internos. Aunque de la impresión de que Barroso ahora tiene problemas, la verdad es que tiene razón.