LAS vallas publicitarias de Madrid han aparecido empapeladas con fotos de Guardiola vestido de humorista catalán, o, como diría Ferreras, aquel tipo de los suicidas en gayumbos del islam, «con aspecto de filósofo existencialista atormentado», pues el recogepelotas de Santpedor, elevado por Cruyff a la categoría de mediocampista limpiaparabrisas del Barça de los 90, al perder el pelo se ha convertido en el filósofo de Santpedor, cuyos escolios a un texto implícito, como si de otro Gómez Dávila se tratara, se incluyen en las vallas madrileñas sin que un solo transeúnte haya levantado no ya la voz, sino una ceja, prueba del triunfo en la capital de la tolerancia de las tres culturas monoteístas: el esperancismo merengón, el gallardonismo colchonero y el zapaterismo culé.
Como conductores de masas a uno le hacen más gracia David Vidal, el fénix de Portafín (La Coruña), o Luis Aragonés, el sabio de Hortaleza (Madrid), pero Pep Guardiola, el filósofo de Santpedor, ha ganado un «sextete», y eso, en Barcelona, faro de la posmodernidad, es mucho.
Dice el profesor Gregorio Luri que, a su parecer, el intelectual más consistente que hay hoy en Cataluña es Lluís Duch, el monje de la antropología logomítica en Montserrat, cuyo pensamiento gira en torno del «homo loquens». Para un marciano que aterrice en Barcelona, y estoy pensando en el sueco-bosnio Ibrahimovic, lo más parecido a un «homo loquens» es Guardiola, y por eso el delantero centro salió corriendo del vestuario, convencido de haber visto a un filósofo al que los tertulianos de culto atribuyen la posesión de «la brújula moral». Y no es para menos. El conductor de hombres y mujeres valenciano Camps, que rivaliza en elegancia con Guardiola, pone la película «Invictus» a sus diputados para afianzar psicológicamente a su grupo parlamentario, recurso que ya empleó el filósofo de Santpedor con sus indecisos muchachos el día del Inter, aunque la cosa acabó con los indecisos muchachos eliminados y los jardineros del Camp Nou corriendo a manguerazos a Mou.
En ese filósofo de Santpedor que acapara las vallas madrileñas vemos, más que a Lluís Duch, al Rubert de Ventós de los pobres, ese compañero tresillista de Maragall que presumía de tener un amigo en Madrid que se arrastraba por el parqué suplicando que no se fueran (que no se fueran de España los catalanes), «o seré más moro», y ya se sabe lo que pasa luego: hay que coger a Rajoy, ponerle el «chapiri» legionario y mandarlo a Melilla a recordar la españolidad de la plaza. Entramos así en otra discusión: ¿por qué Olivares se empeñó en defender Barcelona, si lo que había que defender era Lisboa?