PRÓSPERO sobrevuela la tormenta, elegante, distante, indiferente a la otra tempestad: la de los hombres. Y, desde su sosegado horizonte, las prolijas querellas de aquellos que se afanan por acopiar poder o privilegios le aparecen como mucho menos que irrisorios juegos de criaturas. En su vertiginosa panorámica sobre la isla que a su albur hace y deshace, todo queda en la indolencia sabia de un letargo que diluye disfraces solemnes: «Estamos tejidos todos en la tela de los sueños, y nuestra breve vida se cierra en una sola somnolencia», le hace decir Shakespeare, en lo que es uno de los momentos más altos y serenos de la lenta artesanía a la cual llamamos literatura. Al final de La tempestad, como al final de todo, queda la melancólica certeza de haber sido burlados por aquello mismo en lo cual creímos poner lo mejor de nuestros afanes. Caiga el telón. «Nuestros divertimentos han dado fin. Estos actores eran espíritus todos y se han disipado en el aire, en el aire intangible; y a semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos y hasta el inmenso globo, sí, y cuanto sobre él descansa, se disolverán, y lo mismo que la diversión insustancial que acaba de desaparecer, ningún rastro quedará de ellos».
El viajero da de bruces en la trampa de Próspero al retornar a casa. Llamémosle el viajero, sin más, porque en la vida de los hombres no existe más metáfora que el viaje. Y sus metamorfosis. De vuelta está el viajero en su presente, del cual soñó escapar por unos días. El que lo atrapa ahora. Condenado, entre tragedia y risa, a repetirse. Pongamos que el viajero huyó a donde pudiera soñarse ajeno a su prevista vida. Pongámoslo de frente ante el misterio de espacios que se escaparon al tiempo. En los templos colosales, por ejemplo, que se tragó la selva de Indochina y fueron invisibles por seis siglos. Los que infligieron en el joven Malraux la herida, para la cual no hay antídoto, de lo sagrado: de esa cicatriz dirá, mucho más tarde, viejo y sabio como el Próspero de Shakespeare, que sólo el que está exento del letárgico bebedizo de la creencia puede calibrar bien la primordial hondura. El infinito hecho piedra, a escala sobrehumana, de los templos en la selva. El aún mayor infinito del oceánico ramaje que engulló sus piedras, sustrayéndolas así a la erosión de tiempo y hombres, intactas como corresponde a aquello en lo cual habita lo eterno.
El viajero no quiere tornar al tiempo en fuga. El roce tan tenue del absoluto lo acalambró en lo único a lo cual la jodida vida deja valer la pena: aquello que no es caduco. Nada, o casi. Próspero le sonríe compasivo: todo es tejido de sueños. Y no vale la pena volver, de nuevo, a casa. Y a lo efímero. El viajero no es Malraux. No hará de ese chocar contra el diamante del tiempo cosa sacra. No es probable que el viajero sepa de dónde viene esta melancolía. Avanza en la penumbra. Pone un disco, porque el viajero sigue aún enganchado del crepitar de sus viejos vinilos. Y una voz ronca, grave, evoca el cauce al cual nadie retorna: «¿Qué es lo que me hace regresar al río cuyo curso se secó hace tanto?». El viajero deshace sus maletas.