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Tras su muerte, sigue Carlos Hugo de Borbón-Parma suscitando controversia en lo poco que queda del carlismo

Día 29/08/2010 - 04.09h
CARLOS Hugo de Borbón-Parma aceleró la implosión que el carlismo había comenzado a sufrir cuando ganó su última guerra, en 1939. El movimiento debía su longevidad a haber perdido todas las anteriores. Nunca alcanzó el poder, lo que le permitió sobrevivir en la pequeña política local como una alternativa inédita, mientras las camarillas que rodeaban a los pretendientes se extenuaban en conjuras domésticas que terminaban por lo general en anatemas y expulsiones. Por otra parte, la línea sucesoria carlista tuvo una mala suerte genealógica parecida a la de los Estuardo. La falta de descendencia de los dos últimos sucesores por vía directa de Carlos María Isidro de Borbón obligó a recurrir a la rama Borbón-Parma, que parte del carlismo rechazó, llevando a sus filas la querella dinástica.
Lo mejor del carlismo estuvo siempre en sus bases populares, que representaban la continuidad antropológica de la antigua España. Hubo, en efecto, una cultura carlista propia de determinadas regiones (sobre todo del norte) que mantuvo asombrosamente en vigor la unidad de religión, economía y moral pública, instancias que la modernidad separa y enfrenta. En ese complejo armónico que sus gentes llamaban tradición residía la fuerza del carlismo, pero también su debilidad, porque lo aislaba de una nueva civilización que implicaba crítica, pluralismo político y revolución en las costumbres.
Yo creo que Carlos Hugo de Borbón-Parma se dio cuenta de que la cultura carlista no resistiría el choque con la modernidad democrática, y quiso salvar de ella lo esencial, lo vivo que había en ella, dejando que lo meramente reaccionario se desprendiera como una cáscara fósil. Pero no acertó a hacerlo. Si se hubiera decidido desde el principio a aparcar el legitimismo y a organizar a sus seguidores en un partido democrático de inspiración cristiana, socializante sin estridencias y bien apoyado en un sindicalismo católico, el carlismo podría haber cumplido un papel importante en la Transición. Lo intentó tarde y precipitadamente, consiguiendo sólo que el movimiento se fraccionara en corrientes mutuamente hostiles.
Tras su muerte, sigue don Carlos Hugo suscitando controversia entre los grupos residuales del carlismo, todos ellos extraparlamentarios y sin recursos económicos, como tantos que pueblan la blogosfera. La más injusta y absurda de las acusaciones que los más rencorosos le han dirigido estos días es que nunca le importaron España ni el carlismo. Una sandez, se mire por donde se mire. Lo que pasa es que no tuvo instinto de líder político. Las muchedumbres que acudían a Montejurra le querían con delirio, y él a ellas, sin duda, pero le faltó un lenguaje claro. Manejaba clisés como el del socialismo autogestionario, difíciles de entender salvo para su círculo de universitarios antifranquistas, que se entusiasmaban con las teorías yugoslavas de Kardelic y los programas de la CFDT francesa, pero no sabían gran cosa del mutualismo tradicional español y ni siquiera habían leído a Costa. Se le tachó de marxista, pero nunca descendió de la superestructura a la política real. Faltándole condiciones, podría haberle asistido la caprichosa fortuna, lo que no fue el caso. Algún honor, con todo, se le debe.
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