SE pensaba que el Indo, enloquecido, expulsaba de sus tierras a cinco millones de campesinos. Según Naciones Unidas son cuatro veces más, 20 millones. El caudal del río se ha multiplicado por 40. Al este y al oeste de su curso, kilómetros, a veces decenas de kilómetros, han quedado bajo el agua. Pakistán ha soportado catástrofes mayores en términos de pérdidas humanas. Estas últimas inundaciones han causado, hasta hoy, 1.600 muertos; quizá la cifra pueda duplicarse. En el último terremoto, hace cinco años, murieron en sólo unos segundos, más de 80.000.
Pero otros datos cuentan también. De norte a sur, el Indo y sus afluentes regaban, desde hace sólo 100 años, millones de hectáreas de tierra cultivada. Una zona de selva, equivalente a una décima parte del territorio del país, había sido pacientemente roturada. De la tarea de cuatro generaciones no queda hoy nada. O casi nada. El servicio meteorológico advirtió de la llegada de lluvias torrenciales que aquel día, 29 de julio, empezaron a inundar los valles de la región de Khyber Pakhtunkhwa, de mayoría pastún.
Daniyal Mueenuddi contaba en el Herald Tribune,el 20 de agosto, su asombro al encontrarse a un hombre con la puerta de un armario y su espejo atados a la espalda. Nuestros lectores saben que nunca desde esta columna hemos tratado de sacarles el dinero: pero una pequeña transferencia a cualesquiera de los grandes bancos, Santander, Caja Madrid, La Caixa, BBVA, contribuirá a aliviar el hambre de millones de pakistaníes. El agua torrencial, más fuerte que el hierro, ha arrastrado graneros, almacenes de caña de azúcar, ganados, además de las viviendas más sólidas. Como siempre, la falta de agua potable, medicinas y electricidad plantea urgencias extremas. Temperatura media, de norte a sur de los valles inundados, 33 grados. No se conocía una riada así desde un tiempo lejano y no muy bueno, el año 1929.
Los temores a un castigo divino no han tardado en surgir. Los pakistaníes merecemos esto, sostiene un anciano sin alfabetizar, incapacitado por tanto para leer el Corán, pero capacitado para alardear de sabiduría. Y replica a una corresponsal española al preguntar por qué razones podría Dios castigar a tantos campesinos o a millones de niños presumiblemente inocentes. Vuelve a aparecer la incapacidad del ser humano para saber, o siquiera para indagar, la razón de la ira del cielo. Eso que nos conformamos con llamar el azar, el maldito azar, alienta detrás de estas tragedias. Probablemente lo más peligroso sea el giro de muchos de estos damnificados hacia el extremismo. Pakistán, con sus 174.600.000 habitantes, sufre de la fragilidad de sus instituciones, si exceptuamos una de ellas, el ejército, poseedor de la bomba del señor Khan, el sabio traficante que espera, espera siempre, detenido en sus varios domicilios, en Islamabad o Rawalpindi. De inmediato surge la pregunta, para algunos demagógica: cómo un país capaz de contar con fuerza nuclear carece de unos servicios mínimos de protección civil. Un presidente de mala reputación, Asif Ali Zardari, repartiendo alimentos desde un camión, no ha borrado su imagen instalado en un confortable sofá de su Embajada de Londres mientras el cielo se hundía sobre millones de campesinos.
Pakistán no podrá hacer frente al desastre. Sólo la ayuda del exterior sacará adelante a esta masa de 20 millones de gentes que hemos visto con el agua por la rodilla, la cintura, el cuello.