«Balconing»

Se llama «balconing» y es el último grito del verano. Se trata, como ustedes ya saben, de lanzarse desde un balcón hacia cualquier objetivo lo suficientemente cercano como para parecer alcanzable y lo suficientemente distante como para no serlo forzosamente. Requiere un calentamiento previo en forma de cogorza monumental y suele practicarse en alguna de sus dos modalidades, a saber, el «balconing» propiamente dicho, que consiste en ir saltando de terraza en terraza, o el «balconing splash», que consiste en tirarse a la piscina con la esperanza, no siempre fundada, de aterrizar en el agua.

Yo no sé si será fruto de nuestro ingenio o nos habrá llovido del cielo, como dicen que llegó la vida a la Tierra, pero aquí es donde se han batido los primeros récords, quizás porque ya tenemos una abundante experiencia en otros tipos de balconeos mucho más profesionales, como el saqueo —escala o palmera mediante— de casas cerradas por vacaciones a que dedica su ocio estival la mitad de nuestra población, para consternación de la otra media, o esa costumbre de andarse por las ramas tan de nuestros políticos, auténticos ejemplares de «homus arbolarius».

Les advierto que, por el glorioso camino que llevamos, vamos a acabar todos practicando a la fuerza este nuevo deporte: asomados al abismo de la incertidumbre, saltando desde el puesto de trabajo al más desolador de los paros —que es el duro suelo que a más de uno le espera a la vuelta de agosto— y aferrados, en el mejor de los casos, a la última barandilla de algún subsidio fugaz. Y sospecho que, como predica la medicina homeopática, este baile de San Vito que nos aqueja sólo se cura con una dosis de lo mismo. Con una terraza en el décimo piso. Una reunión de altos cargos. Y un poco de «balconing».