En La marcha Radetzky de Joseph Roth ya quedó advertido: «El mundo en que todavía merecía la pena vivir estaba condenado a desaparecer». Coco Chanel lo subrayó: «Lo contrario del lujo no es la pobreza, sino la vulgaridad». Las horas del verano son la isla en medio del océano proceloso que permite contemplar el derrumbe de El mundo de ayer (Stefan Zweig). Los atardeceres y el silencio de la sobremesa son los mejores momentos del día. Uno de ellos coincide, será por eso, con el primero de los cigarros (Montecristo Open) que uno se fuma. Después de la comida cae el primero. Lo saboreo. Miro al Montgó, al Cabo de San Antonio, al jardín, estoy solo en la naya. Nadie se molesta por el humo, por el olor. Uno se recrea en cada nube de humo, y se deja llevar por la memoria, por lo que no sabe que vendrá. El tiempo parece suspendido, las voces se han apagado, algunos pájaros, mirlos, sobre los pinos, sobre los cables de la luz o del teléfono. El cigarro se consume, lenta, serenamente. Es una fiesta. Tan íntima como inocente. Una fiesta que se repite al cerrarse el día. Hacia la medianoche. El segundo cigarro, esta vez, tras la cena. El mismo escenario. La misma plenitud, el mismo goce. Casi una experiencia mística. Ahora, el Montgó apenas se percibe, la luz del Faro del Cabo de San Antonio gira cuatro veces y después hace una pausa, y, así, cada noche. Es la hora de la conversación. Hablamos, pero sin la pasión del mediodía. Ahora, el tono es pausado, por lo general, divertido. Un juego de modestas ironías sobre lo acontecido, o la evocación, también moderadamente irónica, sobre viajes y encuentros inesperados. El cigarro se consume como se ha consumido el día. Para Sir Walter Raleigh, la diferencia entre el peso del cigarro antes de fumarlo y la ceniza depositada, era el peso del humo; es decir, de la felicidad.
«La entrevista de Aznar ha sido un dedo en el ojo de Rajoy»
Carlos Herrera