NUESTROS políticos son tradicionalmente listísimos para moverse en los laberintos del poder y auparse en la cucaña; pero una vez en la poltrona demuestran una cortedad de miras y una estolidez que sólo puede comprenderse suponiendo que el esfuerzo por alcanzar la cúspide ha agotado todas sus energías mentales. Ejemplo de esto es la política ferroviaria seguida en este país».
Aunque parezca mentira, la cita, del historiador Gabriel Tortella, no está escrita pensando en nuestros gobernantes actuales, sino que se refiere al período de la primera expansión del ferrocarril en España, cuando las distintas facciones del partido moderado perpetraron mil y un desaguisados de los que pervive el desgraciado decreto del ancho de vía diferencial. Medio siglo después de aquellos acontecimientos, seguimos sin resolver lo que Tortella llama la paradoja del ferrocarril español: existiendo una fuerte demanda social abstracta de transporte, no hay una demanda concreta inmediata, es decir, una demanda solvente, dispuesta a pagar el coste de los servicios. La consecuencia de esta paradoja es que, cuando la política no ejerce su rol de asignar adecuadamente los recursos públicos, y se acometen inversiones disparatadas, se está contribuyendo a un escenario insostenible: el erario público debe mantener unos servicios altamente deficitarios, poniendo en riesgo la propia continuidad de la operadora ferroviaria. Y, detrayendo ingentes sumas de otras inversiones que contribuirían mucho más al incremento de la competitividad global del país, en nada se favorece la resolución del principal problema de nuestra economía: su baja productividad.
La estulticia política consiste hoy en ceder a la pretensión de conectar todas las capitales de provincia con Madrid a través de las costosísimas líneas de alta velocidad. Se está cediendo a la demanda social de más transporte. Y, bajo la nefasta modalidad del «café para todos», se promete con tanta audacia como ignorancia la construcción de la nueva infraestructura sin ni siquiera haber calculado —e informado— de los costes que va a comportar y cómo se van a recuperar a través de los supuestos usuarios o de las subvenciones públicas para sufragar los abultados déficit de su explotación. Todo ello en abierta oposición a la política europea de transportes, cuyos mandatos acerca de la imposibilidad de subvencionar ciertos servicios ya están siendo recordados a nuestro Gobierno por vía administrativa y judicial.
Las medidas de consolidación fiscal, dictadas por la Comisión Europea, que, entre otros controvertidos aspectos, comportaban un serio ajuste de los presupuestos del Ministerio de Fomento, podían constituir un halo de esperanza para que, acuciados por la necesidad, se procediera a revisar una política inversora tan alocada como suicida. Incluso la comparecencia parlamentaria de José Blanco, a finales de julio, parecía atisbar cierta esperanza para reconducir la situación. Invertir menos, pero mejor.
Nada más lejos de la realidad. Las declaraciones veraniegas de Rodríguez Zapatero, manifestando su intención de dar vuelta atrás en el ajuste presupuestario, han permitido a los voceros regionales socialistas anunciar la reanudación de diversos proyectos de dudosa eficiencia. Como es lógico, este anuncio, que ha provocado un nuevo bajón de la credibilidad de España, con el consecuente aumento del diferencial con el bono alemán, constituye un nuevo ejemplo de la incapacidad gubernamental para asumir decisiones políticas de gran calado, decisiones que, resultando impopulares hoy, son necesarias y convenientes para el futuro.
Necesitamos invertir para resolver estrangulamientos estructurales, y por lo tanto poder disponer de más recursos podría resultar una buena noticia. Sin embargo, continuar invirtiendo en infraestructuras de nula rentabilidad económica y social es una actitud irresponsable. No saber aprovechar una ocasión como el ajuste presupuestario para corregir los errores es simple y llanamente una estolidez.