DESDE MI BUHARDILLA
Vándalos
Vienen a nuestras costas de dos en dos, como las cerezas, o en racimos, como las uvas, con su maleta estacional e iletrada, dispuestos a balizar la arena, ducharse en el mar, enchufarse a un gotero de cerveza, sentarse a comer pizza con el torso desnudo, mostrarnos la espesura de su espalda tatuada, emular las hazañas de los hunos, diluir «techno music» en el alba de oro, partir en dos el sueño del vecino de al lado, arrojar por la borda colillas encendidas, decorar las esquinas con sus bolsas y latas, nadar en la piscina de todo lo prohibido y robarle al verano su decoro.
Vienen a España en busca de una cosa que llaman libertad y que sólo consiste en hacer o no hacer lo que les da la gana. Lo que no harían jamás donde ellos viven. Es ponerse las chanclas brasileñas, alquilarse la moto polvorienta, y sentirse los dueños de esta parte del mundo. Los locales, con gesto resignado, les ven tomar las calles al asalto. Por donde pasan, no crece la hierba. Pero nadie se atreve a llamarles al orden. Tampoco es que sea fácil entenderse con ellos, porque, si te los cruzas de frente en la escalera, o la bajan a gatas o la suben borrachos.
Aunque en muchos sentidos lo parece, no les hablo de suevos ni de alanos. Ésos, los de otro tiempo, eran pueblos salvajes que al fin hicieron suya la cultura romana. Éstos de mar y playa, los vándalos de ahora, suelen ir y venir en vuelo chárter, en paquetes ligeros como el humo donde sólo el papel es de regalo. Se dejan en la costa un puñado de euros y una mirada ignara, insolente y vidriosa, por donde se despeña la belleza como una mariposa kamikaze. Y su excesivo ruido, y sus ningunas nueces. Ya sé que España vive del turismo. Pero éste es lo peor de cada casa, y maldita la falta que nos hace.
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