Un infarto acabó la madrugada del pasado domingo con la vida de una de las más sutiles e innovadoras actrices y maestras de actores de la segunda mitad del siglo XX español. Adela Escartín, gran dama del teatro cubano, injustamente desconocida por generaciones de amantes del teatro, dejó una huella imborrable en los alumnos que disfrutaron de su perspicacia y de su talento en la Real Escuela de Arte Dramático de Madrid.
Sus clases de memoria de los sentidos y mito y ritual (el teatro era para ella sobre todo ceremonia) en los altillos del antiguo teatro Real jamás las olvidarán quienes gozaron de un magisterio que fue brutalmente interrumpido por la ceguera y la estupidez de la administración pública, que la jubiló arteramente antes de tiempo. Era lógico que sus alumnos la velaran el domingo en el madrileño tanatorio de San Isidro y la acompañaran el lunes, bajo un sol de plomo, al sepelio en el nicho que previsoramente había comprado hace dos décadas en el cementerio Sacramental de San Lorenzo y San José, en lo más alto de un muro de nichos, acaso en memoria del tiempo tan enriquecedor que vivió en Nueva York, donde estudió con figuras señeras del arte teatral del siglo XX, como Erwin Piscator, Stella Adler, Martha Graham y Lee Strasberg.
Nacida en Gran Canaria el 26 de octubre de 1913, hija de un capitán de infantería, la Guerra Civil partió a la familia en dos mitades y se llevó por delante la vida de su único hermano. La pasión por el teatro le nació en el Colegio de París, donde interpretó sus primeros papeles. Debutó como actriz profesional en el teatro Lara. Simultaneando su trabajo en el cine y en el teatro acabó graduándose en el Real Conservatorio de Música y Declamación en 1947, la misma escuela en la que décadas más tarde ejercería como una de sus más inspiradoras y brillantes profesoras de interpretación. Aconsejada por sus maestros americanos de que sin dominar el inglés lo tendría difícil para triunfar en la escena y el cine estadounidenses, marchó a Cuba.
Fue primera actriz, hizo radio y televisión, dirigió numerosas obras y su propio teatro, la Sala Prado 260. Con una belleza de la que dan pálida cuenta fotografías de juventud y madurez, y un poderío escénico indudable (que trató de inculcar en sus alumnos: ser conscientes de la capacidad para fascinar y atraer toda la atención del público), triunfó en montajes como «El tiempo y los Conway», «Calígula» o «Los endemoniados», aunque las más celebradas fueron su creación de «Yerma» y sobre todo la de «Juana en la hoguera», una irrepetible Juana de Arco escenificada ante la fachada de la catedral de La Habana. Entre sus admiradores más ilustres se contaron Alejo Carpentier, Lezama Lima y Fidel Castro.
Aunque no le gustaba hablar de su vida privada, se sabe que tuvo tres maridos. Ninguno le sobrevivió y parece que de ninguno tuvo descendencia. Le gustaban los gatos, el arte oriental, las marionetas, los mitos, las plantas y conversar con los amigos, casi todos ex alumnos cautivados por una personalidad magnética y arrolladora, quizá su peor enemiga.
Regresó a España en 1970 para hacerse cargo de su madre. Hizo teatro, radio, cine y televisión (su huella es nítida en «Estudio 1», el mejor espacio teatral de la televisión española), pero acabó consagrándose a la enseñanza, primero en la Escuela de Arte Dramático, después en la Sala Mirador. No era una mujer fácil. Nunca quiso depender de nadie, de ahí que en los últimos años sobrellevara tan mal sus achaques físicos, que le llevaron a hospitales y finalmente a la residencia donde en la madrugada del domingo expiró.
Del mismo modo que para sus alumnos cubanos, para quienes aquí la conocimos y la admiramos, pero sobre todo fuimos sus alumnos, como Anne Serrano, Juan Antonio Vizcaíno, Pedro García de las Heras, Marina Andina, Pietro Olivera, Jesús Prieto, Lola Gil, Jone Irazábal, Sonia Grande, Javier Toledo, Blanca Portillo y tantos otros siempre será una maestra inolvidable. Nuestra maestra.