Las zonas más calientes de España
Écija hace buena la tradición de «sartén» de España. Este verano han llegado a los 48ºC. La vida en la calle se paraliza de dos a seis de la tarde con la gente refugiada en casa. Fuera, el silencio quema

El único que aguanta el peso de la flama, quieto, valiente, con su gesto sereno y su voluntad de piedra, es el pobre César Augusto. A las dos de la tarde, la efigie del emperador romano, envuelto en una toga de granito, reina más que nunca en las calles de Écija. El termómetro de la plaza de Europa marca los 43 grados. Las tiendas echan el cierre. Los funcionarios judiciales, liberados por fin del rigor de la corbata, apresuran el paso. Las chicas del súper se debaten entre siesta o piscina. Los chavales buscan su particular oasis al amparo del centro comercial. La ciudad, sometida a una suerte de toque de queda climático, se abandona a la costumbre.
No queda un alma en las terrazas de los bares, ni en los bancos del parque, ni en los puestos de fruta, ni en el bazar de los chinos, ni en las peñas, ni en los almacenes, ni en las heladerías. Hoy es uno de los días más caluroso del año. El sol manda y el pueblo obedece. En la pugna —un tanto masoquista— por ver cuál es la localidad española con más querencia al mercurio, Écija juega la carta de la tradición. La etiqueta de «la sartén de Andalucía» (también la llaman «la sartén de España») le viene de lejos. Los cronistas de la ciudad apuntan al respecto referencias árabes y romanas, e incluso se dice que los oficiales del ejército francés, para justificar el elevado número de bajas que sus tropas padecían en la zona durante la Guerra de la Independencia, culpaban en sus informes al efecto devastador del sol de Écija. «Las partidas de emboscados esperaban a que los soldados imperiales, poco hechos a estos calores, se rezagaran en las marchas, y disparaban a los que quedaban en retaguardia», explica el historiador Javier Rojas.
Alfonso Toril y Manuel Caballero no conocían la anécdota, pero la celebran. Son albañiles. Mientras la radio anuncia que la máxima en Sevilla rondará los 44 grados, los dos se afanan en reconstruir el empedrado de la Avenida Miguel de Cervantes. Una niña, provista de un vaso gigante de granizada, los observa trabajar desde la valla. Adoquín tras adoquín, el sudor les corre cuello abajo hasta empaparles las camisetas. «Ufff». Al igual que los otros 44.000 habitantes de la ciudad de Écija, saben que el mejor remedio para combatir la flama no es el agua fresca de los botijos, ni el alivio pasajero que regatean los abanicos, sino el sentido del humor: «Esta mañana, cuando arrancamos con la tarea, yo pesaba 96 kilos», bromea. «Y ahora, no hay más que ver el tipito que se me está quedando». «La Operación Biquini, pero con cemento», completa Manuel, negro como el tizón y vacunado de tanta guasa. «Más calor hace en el paro», sentencia un espontáneo, con un ramalazo de mala leche.
«Antes era peor»
Hay un trabajo todavía peor. Según se entra en el valle del Genil, tras dejar atrás Carmona, la campiña sevillana hierve. El paisaje reverbera y, en mitad de la dehesa, el perfil desdibujado de quien resulta llamarse Antonio Fuentes comprueba que las alpacas de pasto están bien ceñidas, manejables y compactas. A sus cincuenta y tantos, aguanta el calor con mañas de experto. «Antes era peor. Al campo había que traerse lonas para techar un chiringuito, porque no se paraba ni al mediodía. Ahora dejas el coche cerquita y si notas que te estás muriendo, te metes un rato. Además, hay neveras portátiles y nadie te pide que trabajes por las tardes».
Gran invento el de la jornada continua. Elisa García, responsable de prensa en el Ayuntamiento, cuenta que hasta bien pasada la feria, en septiembre, la ciudad se paraliza entre las dos y las seis. Cambia de ritmo. «A la calle no sales a no ser que sea por causa de fuerza mayor. Es imposible. Hasta los técnicos del gas lo saben. Ayer vino uno a revisarme el calentador a las diez de la noche. Me dijo: «Es que antes nos da cosa. Está todo el mundo encerrado en casa, y si te abren es por compromiso». Virginia, de la Oficina de Turismo, admite que la temporada alta para visitar el espléndido conjunto monumental de la ciudad excluye los meses de verano. «Ahora tiran más las piscinas».
Hans y Marta Schuman, naturales de Hamburgo, se refugian en el restaurante Las Torres —cervecita en mano, aceitunas de la tierra maceradas en salmuera— hasta que ceda el bochorno. Joaquín y Carlos se divierten, de buen rollo, a su costa. «El año pasado un holandés salió ardiendo en mitad de la plaza. Combustión espontánea». Risas. Los turistas han dedicado la mañana a disfrutar de la Iglesia Mayor y el Palacio de Benamejí, pero no tienen ánimo para continuar con la ronda. Aunque Hans se maneja nada más que regular con el idioma, hay una frase que le sale redonda: «Póngame usted otra».
Asilo en los bares
Las barras prestan asilo a los que vienen de paso. Miguel, del bar Jacinto, le cuenta a un viajante de Coca-Cola que ayer se quemó la mano al correr el cierre. «El hierro ardía». Un comercial de frutos secos entra asustado: 43 grados. Miguel saca pecho y presume de récord. «El termómetro de la plaza marcaba los 48». Golpeado por el sol, el termómetro se desboca. Fuera, el silencio quema. Sólo se oye el ronroneo mecánico y perezoso de los aparatos de aire acondicionado: una vibración constante, sorda, que cae del cielo y hace temblar los cristales. De vez en cuando pasa un coche, camino de la piscina o del centro comercial. El gazpacho arrasa. El sofá impera. «Amar en tiempos revueltos» triunfa.
A las siete, Écija se despereza y las señoras de la calle Cintería se sientan al fresco en sus sillas de mimbre. Los abuelos, si el sopor ya ha dado tregua, bajan al Parque San Pablo, a rematar la jornada con un largo paseo por la ribera del río. Para Julián Martos es una rutina ineludible. «Hay que estirar las piernas, después de tanta mecedora». Cerquita de allí, erguido en mitad de su rotonda, continúa, sin quejarse, César Augusto. Dan ganas de llevárselo a casa. O, por lo menos, como dice Julián, de ponerle un sombrero.
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