Nuevas palabras

Yo creía, en mi ignorancia, que «chiringuito» era una palabra vulgar, nacida por deformación de algún giro caló o surgida por generación espontánea, casi onomatopéyica, para designar un tenderete playero, y resulta que no, que viene de Cuba. Que significa, aunque en su forma diminutiva, café filtrado. Que la importaron los indianos. Los que se dejaron el corazón en la Isla, pero no la dignidad o el recuerdo, como hoy los exiliados de Castro. Y que fue en Sitges, y en el primer bar de la Península así bautizado, donde César González-Ruano escribió algunas de sus más bellas páginas.

Las palabras no son cultas ni incultas, buenas ni malas, sino precisas o imprecisas, contingentes o necesarias, y todas tienen su historia, su vivencia y su otro mundo. La RAE, en su última actualización del diccionario en línea, acaba de admitir una veintena de coloquialismos consagrados por el uso y hay quien se rasga las vestiduras por esta generosa y siempre opinable bienvenida. Pero, curiosamente, bastan algunas de ellas para describir con un solo trazo a sus más enconados detractores, y esto es ya, de por sí, su mejor credencial. Lo castizo no quita lo valiente.

En lo sucesivo, podremos tildar de «rojillos» a nuestros revolucionarios de medio pelo, de «culturetas» a algunos intelectuales, de «antiespañoles» a los Carodes de turno, de «festivaleras» a las medidas «anticrisis», de «alcaldables» a nuestros pícaros afiliados, de «oenegé» a nuestro sistema penitenciario y de «muslámenes» a las ancas de las modelos XL. Y decir, pero ahorrándonos las comillas, que esta España que un día aterrizó en la democracia aún sufre «jet lag». Si es que no está «abducida» o, como los personajes de «El ángel exterminador», no es pura y simplemente «buñueliana».