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Los temidos «sheriff» de la droga

La peligrosa reputación del clan de los Navarro hace que cuatro de sus componentes impongan su ley en la Colonia de Los Olivos, zona caliente de narcotráfico

IGNACIO GIL

TATIANA G. RIVAS

A diez minutos de la Puerta del Sol, a tan solo diez calles del Paseo de Extremadura se encuentra un lugar del que poco o mucho se sabe o mejor se prefiere no decir nada: la Colonia de Los Olivos. Erigida en 1934 para dar cobijo a población necesitada, se ha convertido en los últimos diez años en territorio comanche; en una de las zonas más calientes de la droga en la región, según indican fuentes policiales. A diario surgen peleas, apuñalamientos y tiroteos por el tráfico de estupefacientes. Sin embargo, impera el silencio, y de lo sucedido nada trasciende. «Lo que aquí nace, aquí muere. Lo solucionamos entre nosotros», indica Israel, jefe de los cuatro vigilantes gitanos que durante las 24 horas del día imponen su ley en la zona.

Israel, de 28 años; José, de 26; Enrique, de 23, y Aaron, de 18, son cuatro de los siete hermanos del clan de los Navarro. Son claramente reconocibles en el lugar, además de por su aspecto corpulento, por su uniforme de vigilancia de la empresa Alium Seguridad. Por 2.500 euros al mes, revelan, «nuestro clan se encarga de controlar esta zona, al igual que hay otro clan que lleva El Pardo o Vallecas, por poner dos ejemplos. Somos muy respetados y el resto de familias gitanas saben que esto es nuestro», indica el mayor de los hermanos.

Los «navarros» caminan con gafas oscuras dejando una estela de autoridad a su paso, un poderío que es aceptado por los moradores del lugar, quienes miran con recelo a los forasteros que merodean por la zona. En este territorio existen 300 viviendas que asoman a la calle en forma de galería en varios edificios de color pastel. 55 de las mismas se encuentran tapiadas. Israel narra que desde hace cinco años vigilan la colonia «para evitar que en las casas cerradas se metan narcotraficantes y empeoren aún más la zona». Solo una letra, la «N», inscrita con espray rojo en el yeso que cierra las mismas deja un contundente mensaje: «Indica que es de los Navarro», advierte Israel desafiante.

Violencia por desobediencia

«Al que se atreve a entrar le echamos a patadas», dice contundente José mientras eleva su brazo derecho escayolado. No se puede evitar, los ojos se van hacia su férula. «Es que tenía la cabeza muy dura», argumenta con sorna mientras ríe. Sin ir más lejos, esa misma mañana, un hombre de color ha entrado en la vivienda 12 de la vía San Canuto a golpe de patada. «Le he pegado un guantazo que lo he sacado lloriqueando», se jacta Israel. «MC»«Con el trapicheo que hay aquí no se puede vivir. Hay muchísimos niños pequeños \[medio millar indican\] y tienen que estar viendo a diario a los yonquis y el trapicheo. Queremos echarlos y que esto vuelva a ser tranquilo», añade José.

¿Un negocio montado?

Buena parte de los residentes de este paraje aseguran que con la presencia de los Navarro la problemática se va atenuando. Los bloques por los que velan se encuentran delimitados por las santas calles de San Benigno, San Timoteo, San Canuto, San Fulgencio, Paseo de los Olivos y Costanilla de los Olivos. Fuentes policiales indican que en estas vías, la labor de este clan es «impedir que otros traficantes interfieran en el negocio ya montado. También se encargan de dar avisos cuando las autoridades se acercan». La Policía Nacional investiga la zona de forma intensa y continuada. Los Navarro sostienen que los agentes «no se atreven a entrar cuando ven que hay problemas».

Mientras los cuatro hermanos muestran amablemente su dominio, Israel recuerda que hace unos meses tuvieron que sacar sus pistolas contra unos traficantes que se encontraban en la calle: «Apuntándoles les dijimos que nosotros también teníamos armas y que se fueran de aquí».Lo cierto es que a plena luz del día no hay por la calle restos de jeringas ni rastro de adicción, pero por la noche el paisaje toma otro cariz. Los vehículos de camellos y toxicómanos inundan la colonia para sucumbir ante los placeres de los narcóticos. «Lo dejan todo plagado de jeringuillas. Obligamos a los yonquis a que recojan todo para que los niños no se pinchen. Para el que se niega empleamos otras medidas», comenta Enrique con aire de superioridad.

Mantas, señal de venta

Sobre la fachada de los edificios cuelga una decena de edredones, sábanas y mantas. «¿Te crees que con este calor hay alguien que pueda utilizarlos? Ahí se tiran todo el año. Es una señal de que se trata de un punto de venta de droga», informa Israel. Justo al llegar a la colonia, un empresario de la empresa de seguridad habla con los consanguíneos. Alium no dio a ABC ninguna información sobre su cometido en este barrio. «Estamos negociando para que nos pongan casetas, vehículos y teléfonos móviles. Así estamos inseguros», narra Israel.

Los cuatro hermanos revelan que ya no viven ahí, pero sí lo hace el resto de su familia. «No queríamos que los niños crecieran con esto», sostiene Israel refiriéndose también a Enrique. «Además, las casas son muy pequeñas. Las más grandes tienen 28 metros cuadrados», dice José. Muestran una de ellas. El portal de acceso está lleno de pintadas y buzones rotos. Al fondo hay un pasadizo secreto que conecta de extremo a extremo. «Estaba pensado para militares, por si tenían que huir», argumentan. En este lugar dos personas de etnia gitana manipulan unas jaulas con gallos.

En la conexión de los contadores se atisba que la mayor parte de los cables están enganchados ilegalmente. Por fin se accede a la vivienda por una terraza exterior. La puerta de contrachapado está rota fruto de las patadas y los hachazos para colarse. Más que casa, el vetusto zulo advierte de la insalubridad en la que residían sus antiguos moradores. De un salón de 12 metros cuadrados se accede a todas las dependencias. Hay un cuarto a la izquierda, otro a la derecha y al fondo se halla la cocina por la que tras una puerta corredera de láminas se llega a un mugriento y milimétrico aseo. «Aquí han vivido hasta ocho personas», informan.

Se termina la visita. Todos los míseros elementos que se conjugan en este atribulado lugar, distante de cualquier halo de civismo, vuelven a su anómala normalidad. Los guardas gitanos cruzan sus brazos. Silencio. Ya se sabe quién está al mando.

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